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El pueblo del lago que se muere de sed

El pueblo del lago que se muere de sed

El cambio climático y una gran presa construida en Etiopía acechan la supervivencia de los turkana, los más nómadas de Kenia

julia fernández

Viernes, 1 de julio 2016, 00:31

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Un rebaño de cabras se aleja casi en silencio hasta ocultarse tras la línea del horizonte. Lo sigue un pastor, enjuto y seco, que apenas levanta los pies del suelo. No hay camino visible, pero se dirigen al este. Se alejan entre una nube de polvo mientras el viento, que sopla de cara, les castiga con fiereza. Vivir a orillas del Lago Turkana, en el noreste de Kenia, es una lucha constante.

Lo saben bien los 900.000 nativos que lo hacen. Pertenecen a varias tribus. La más numerosa es la turkana. Cada día se despiertan con la duda de si tendrán algo que llevarse al gaznate, además del polvo que todo lo invade, o deberán recoger sus pertenencias y buscar un nuevo asentamiento. No hay descanso para estos guerreros, que llevan siglos intentando domesticar la tierra.

Esta región africana es una de las más áridas y pobres del mundo y el calentamiento global está recrudeciendo la situación. En las últimas décadas, la temperatura ha aumentado entre 2 y 3 grados. La media anual se sitúa en los 29, el doble que en España. El patrón de precipitaciones también ha cambiado: en la época húmeda apenas se recogen ahora 186 litros por metro cuadrado. En nuestro país, el promedio de todo el año es casi seis veces más.

Todo ello afecta al lago, que pierde volumen y extensión a velocidades inauditas. Empezó a contraerse hace 7.000 años y no hay manera de ponerle freno. Los expertos comparan el fenómeno con el del mar de Aral (entre Kazajistán y Uzbekistán), que en su día fue la cuarta masa de agua interior más grande del mundo y que hoy es un erial salado donde del óxido y la podredumbre carcomen los buques pesqueros.

Los turkana no viven, sobreviven. Cuatro de cada diez sufren malnutrición. Cultivan solo para subsistir y alimentar el ganado, su principal fuente de riqueza. Cuidan, sobre todo, cabras y camellos. Ambos han sustituido a los cebúes, una especie de buey salvaje de color parduzco cuya domesticación jugó un papel importante en su historia. De hecho, a esta tribu también se la conoce como el pueblo del toro gris.

También tejen, fundamentalmente cestas, pero carecen de una gran red comercial que haga rentable el negocio. A este lago desértico tampoco arriban muchos turistas. Desde Nairobi se tarda en llegar tres días y el viaje se hace exclusivamente por carretera, circulando por unas vías que en el mundo desarrollado no pasarían de ser pistas intransitables.

Los turkana (1,2 millones en toda Kenia) son una de las tribus nómadas que más se mueven. Cada poco tiempo cambian la base de sus asentamientos, lo que les lleva a invadir terrenos ocupados por otros pueblos, como los daasanach, criados en los mismo apuros. Resolver estos desencuentros no es sencillo. Muchos acaban en baños de sangre a pesar de los intentos de explotar la vía pacífica.

Un muro de 243 metros

En el pueblo del toro gris, el alcalde no tiene ayuntamiento ni bastón de mando. Es el propietario último de los animales con los que subsiste cada aldea. También es el eje de la vida en el poblado: a él se acude cuando hay que solucionar un problema y él es el que reparte el ganado cuando una familia pierde a sus cabras o camellos por desastres imprevistos. Y el que negocia con los rivales, el que tiene la última palabra en las disputas.

Muchas de las mudanzas vienen originadas por la falta de agua dulce. La situación se ha agravado en los últimos años en la frontera con Etiopía, donde el Gobierno vecino ha construido una impresionante presa, la Gilgel Gibe III. Un muro de hormigón de 243 metros regula el cauce del río Omo para la producción de energía hidroeléctrica. Empezó a funcionar en octubre.

«Este río es el cordón umbilical del Lago Turkana. No hay mejor metáfora. Si cortas ese cordón, el lago se muere», cuenta el ingeniero hidráulico Sean Avery a National Geographic. No hay cifras, pero el impacto ya se ha hecho notar. Sobre todo, en las piernas de las mujeres de la tribu. Ellas son las encargadas de ir a buscar agua. Empiezan por los manantiales más cercanos, pero cuando se secan, tienen que andar kilómetros y kilómetros hasta llegar a los siguientes. También en la salud: si hay que racionar el agua, en lo primero que se recorta es en la higiene y el saneamiento, un caldo de cultivo ideal para todo tipo de virus.

El embalse no es la única tropelía de Etiopía con el agua. Justo en la linde con los turkana, los agricultores emplean agua a mansalva en sus campos, donde se han introducido cultivos impropios de una zona tan yerma. Se trata de la caña de azúcar y del algodón. Ellos se beben el agua que no llega a un pueblo con nombre de lago, pero que se muere de sed.

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