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Sábado, 11 de junio 2016, 01:26
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Javier Arzuaga no había cumplido los 30 años cuando le tocó asumir una labor que le marcaría de por vida: dar asistencia espiritual a 55 colaboradores del régimen de Fulgencio Batista que habían sido condenados a muerte por la recién estrenada revolución cubana. Arzuaga era el cura de la parroquia del barrio Casa Blanca de La Habana cuando la dictadura fue derrocada por aquellos barbudos liderados por Fidel Castro. Los condenados fueron recluidos en La Cabaña, una fortaleza militar que quedaba bajo la jurisdicción de su parroquia, así que el joven sacerdote fue el encargado de acompañarles y darles consuelo antes de ser fusilados. El párroco, que dejó años más tarde los hábitos y hoy reside en Atlanta (EE UU) junto a su mujer, trató a menudo durante aquellos días con Ernesto Che Guevara, a la sazón responsable del fortín.
Ajuste de cuentas
Una de las primeras medidas de la revolución cubana fue la creación de tribunales de justicia para juzgar a los sospechosos de haber colaborado con la dictadura de Batista. Los detenidos fueron recluidos en la fortaleza de La Cabaña. Los condenados a la pena máxima ocupaban la galera de la muerte.
1964
Ernesto Che Guevara, jefe de La Cabaña, habló así aquel año en la ONU «Hemos fusilado, fusilamos y seguiremos fusilando mientras sea necesario. Nuestra lucha es a muerte».
55
ejecuciones presenció Javier Arzuaga como capellán.
Hijo de una de familia afincada en la localidad guipuzcoana de Oñati, Arzuaga fue enviado a los 10 años al cercano seminario de Arantzazu como muchos otros chavales de su generación. Trece años más tarde tomaría los hábitos a pesar de que en lo más profundo sentía que no había nacido para esa tarea. «Nunca debí haber sido ordenado sacerdote», se sincera en las páginas del libro A la medianoche, escrito como testimonio de la convulsa época que le tocó vivir. La obra es una narración pormenorizada y en ocasiones desgarradora de un episodio histórico, el del primer ajuste de cuentas del castrismo, que sigue siendo objeto de controversias al cabo de más de medio siglo. «Lo escribí porque unos amigos de Cuba me decían que no me podía llevar a la tumba esos recuerdos».
Casi todos los peces gordos de la dictadura de Batista habían seguido los pasos de su jefe y estaban ya fuera de Cuba cuando Castro hizo su entrada en La Habana el 8 de enero de 1959, pero en la isla quedaron miles de colaboradores del régimen recién derrocado. Sobre ellos cayó el peso de la justicia revolucionaria, un proceso que con el tiempo sería utilizado por la oposición al castrismo elevando a miles la cifra de fusilados. Dado que el Gobierno cubano mantiene aún sus archivos cerrados, no es fácil determinar cuántos fueron pasados por las armas. Arzuaga contabilizó 55 entre febrero y mayo de 1959 y nadie ha cuestionado su palabra.
Todavía con el general Batista en el poder, el cura había intentado sin éxito atender a los prisioneros encerrados en los calabozos de La Cabaña. «Aquí no tenemos presos», le respondieron. La revolución cambió las tornas y los que antes habían sido carceleros pasaron a estar bajo llave. Arzuaga supo que el comandante Ernesto Che Guevara ocupaba el mando y se presentó sin más ceremonia en su despacho para preguntarle si podía ejercer su función. Como la mayor parte de los cubanos, veía con buenos ojos al Ejército Rebelde. «Yo me uní al júbilo general sin necesidad de que nadie me empujara», admite.
Colgado con una sábana
El primer contacto con el Che no le dejó una mala impresión. Intercambiaron comentarios sobre el origen vasco de sus respectivos apellidos, al tiempo que el comandante le trasladaba sus prevenciones respecto a la religión y la Iglesia. No obstante, el cura Arzuaga recibió la confirmación de que podía prestar atención espiritual a los presos que iban a ser juzgados: «Me anunció mucho trabajo, mucho, y me aconsejó que me revistiera de fortaleza». El párroco inició así su particular descenso a los infiernos. Las tres primeras condenas a muerte no tardaron en llegar y los reos, militares del ejército derrotado, fueron llevados a unas celdas que a partir de entonces se conocerían como la galera de la muerte. Los revolucionarios le encargaron que comunicase al primero de la lista que iba a ser fusilado en unas horas. Él se rebeló, pero lo terminó aceptando: «Me escuchó en silencio, con los ojos cerrados, rígido el cuerpo, la cabeza medio inclinada».
Cuatro décadas después
Javier Arzuaga colgó los hábitos en 1974, se casó y tuvo tres hijos. Hoy tiene 87 años y vive con su familia en Atlanta (EE UU). Su tormentosa experiencia en tierras cubanas ha quedado reflejada en las páginas de A la medianoche. «Decidí escribirlo porque unos amigos de Cuba me dijeron que no me podía llevar a la tumba unos recuerdos así, que son parte de la historia de su país».
Diálogo con un reo
Padre, ¿ha estado allá?
No, ¿por qué?
Se le oye como si hubiera estado.
No es fácil hablar con un condenado a muerte. La voz se retuerce. Deben llegarle de muy lejos las palabras, deben sonarle a vacías.
Ángel González Katarain ha rodado un documental que tiene el mismo título que el libro. La música es la que él mismo compuso en 1986 el día que ETA mató a su hermana Yoyes.
El condenado intentó suicidarse colgándose de una sábana en cuanto el sacerdote dejó la celda, pero los gritos de sus compañeros impidieron que consumase su propósito. Fue el propio Arzuaga el que le mantuvo agarrado de las rodillas para que no se ahogase y el que luego cortó la sábana con un machete. Cuando el militar recuperó el resuello, escuchó de sus labios una petición: «Padre, esta noche, cuando me fusilen, ¿estará cerca? Seguro. ¿Muy cerca? Muy cerca, te lo prometo».
El cura cumplió su promesa en la que sería la primera de las 55 ejecuciones que presenció. La desolación se había adueñado de su espíritu, pero desempeñaba su papel con tanta convicción que el propio Guevara ordenó que nadie fuese ajusticiado sin que él estuviese presente. Un oficial le confirmó que se había corrido la voz de que hipnotizaba a los reos. «No les hipnotizaba porque no sé hipnotizar; callando las dudas de fe que yo arrastraba, les hablaba del ejemplo de la vida de Cristo y les hablaba mucho del ejemplo de su muerte. Les hablaba de eso y les hacía compañía, y sufría con ellos y cuando ellos lloraron, que alguna vez sucedió no sé por qué, yo lloré, y cuando reían al recordar algo o contar un chiste, yo reí».
El pelotón estaba lejos de ser infalible. Arzuaga relata que uno de los condenados, un policía, aún seguía vivo después de recibir la descarga. El oficial responsable de la ejecución sacó su pistola, pero no sabía cómo darle el tiro de gracia. Hizo un disparo y no acertó. Volvió a tirar , pero el reo continuaba con vida. El cura, que había implorado sin éxito que le llevasen a un hospital, era incapaz de seguir escuchando sus gemidos. «Le agarré a Alfonso (el mando del pelotón) de la muñeca, acerqué con fuerza su mano a la cabeza del ejecutado. Jala, jala ya. Haló del gatillo. Se sacudió el cuerpo. Con la respiración entrecortada, temblando, le administré la extremaunción». Esa noche despertó a un compañero. «Quiero confesarme, he matado a un hombre», le dijo.
«¿Podría prestarme su fe?»
Arzuaga también medió ante Guevara para que aplazase la ejecución de un joven que se hizo pasar por un menor de edad. El Che se mostró inflexible y, cuando la madre del condenado fue en su busca pidiendo clemencia, la desvió hacia el párroco: «Señora, le recomiendo que hable con el padre Javier, que dicen que es un maestro consolando y dando ánimos». Y el propio sacerdote remacha: «Nunca la volví a ver. Esa noche escribe odié al Che». Los meses pasaban y la nómina de fusilados crecía. Cada vida que se apagaba ant sus ojos añadía desasosiego a la crisis de fe que le torturaba. Un reo que no era creyente, el antiguo jefe de inteligencia de Batista, un hombre cultivado, le dejó paralizado cuando le susurró al oído en presencia del pelotón: «Padre... ¿podría, por favor, prestarme su fe para presentarme con ella allá donde vaya?».
Al Che le vio por última vez antes de emprender viaje a España para visitar a su padre enfermo: «Personalmente no se portó mal porque me facilitó atender a los reos, pero ante mí se presentó como alguien entregado a su utopía. Dudo que a él le gustase el papel de mito que se le ha adjudicado. En el proceso llegó a ser duro, muy duro, cruel, muy cruel. ¿Eso le hizo soberbio o la soberbia le llevó a eso? No sé». Sus vidas no volvieron a cruzarse. Al sacerdote no le dejaron regresar a Cuba y el guerrillero moriría tiroteado años después en Bolivia: «Más de una vez he pensado que me hubiera gustado estar cerca del Che cuando le llegó la hora de partir. Quién sabe si también a él».
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