Edición

Borrar
Xi JInping se toma una pinta de cerveza en Londres durante una visita oficial.
¿Cuáles son los motes de los presidentes?

¿Cuáles son los motes de los presidentes?

El chino Xi Jinping no quiere que le llamen más ‘Tío Xi’. Y eso que él mismo alentó el uso de este apodo: peor lo han tenido otros políticos de ayer y de hoy, como 'Platanote' o 'la Robaleche'

CARLOS BENITO

Jueves, 5 de mayo 2016, 01:12

Necesitas ser suscriptor para acceder a esta funcionalidad.

Compartir

Los chinos ya se habían acostumbrado a referirse a su presidente como Xi Dada, utilizando ese tratamiento afectuoso que suele traducirse como Tío Xi o incluso Papaíto Xi. Puede parecer una confianza excesiva hacia un político, y más aún cuando se aplica al secretario general del adusto Partido Comunista de China, pero formaba parte de la nueva onda que el propio Xi Jinping deseaba dar a la presidencia, en una combinación de populismo y cercanía que se había traducido en otras novedades insólitas: desde el rap con discursos suyos en cuyo vídeo aparecía Tío Xi en forma de dibujo animado, hasta la aplicación para tener siempre a mano sus alocuciones, pasando por incontables canciones surgidas (bueno, todas todas quizá no) del espontáneo cariño popular, como esa que dice «si quieres casarte, hazlo con alguien como Tío Xi».

Pero parece que la era de la familiaridad ha terminado. Los medios oficiales chinos han recibido la orden de dejar de usar el apelativo, en un movimiento que ha descolocado a los analistas. Unos creen que la maniobra había resultado contraproducente y, en lugar de transmitir una sensación de sincero afecto, sugería un culto a la personalidad que evocaba los tiempos de Mao. Otros, en cambio, dan la vuelta al argumento y sostienen que lo que busca Xi Jinping es precisamente rodearse de un aura más imponente y elevarse por encima de ese trato llano. En cualquier caso, el presidente chino renuncia así al infrecuente privilegio de haber elegido su propio sobrenombre, el que acuñaron sus seguidores y alentó el partido: otros estarían dispuestos a pagar por ese lujo.

Colgar motes a los jefes de Gobierno es una tradición en muchas regiones del mundo: por ejemplo, tanto en el mundo anglosajón como en Hispanoamérica es raro el presidente o primer ministro que logra librarse del correspondiente apodo, o más bien de una nutrida colección de ellos. Los periódicos los utilizan habitualmente para dar vidilla a sus titulares e incluso, en casos como los del Reino Unido y EE UU, existen listas en Wikipedia dedicadas a recopilarlos. Algunos son tan sencillos como Bliar, el resultado de mover dos letras del apellido de Tony Blair, aprovechando la feliz circunstancia de que liar quiere decir embustero en inglés. Otros se hicieron tan famosos como la Dama de Hierro, el epíteto que aplicó a Margaret Thatcher el periódico soviético Estrella Roja allá por 1976, cuando aún le faltaban tres años para llegar a primera ministra. A la correosa Thatcher le agradó bastante, tal como se apresuró a reconocer en un discurso donde repasaba lo que iban diciendo por ahí sobre ella: «¿Soy yo alguna de esas cosas? Sí, si es así como quieren interpretar mi defensa de los valores», concedió. Desde luego, lo de Dama de Hierro sonaba bastante mejor que la Robaleche, que es como la habían motejado en sus tiempos de secretaria de Educación, cuando retiró el desayuno gratuito a muchos estudiantes.

En Estados Unidos, obtuvo especial fortuna Dubya, que remeda la pronunciación texana del nombre inglés de la uve doble: así se referían muy a menudo a George W. Bush. El presidente no podía quejarse, porque a él mismo le ha encantado siempre buscar apodos para las personas de su entorno: el año pasado, empezó a llamar Tortuga a su hermano Jeb, porque en teoría avanzaba lento pero seguro en la carrera hacia la presidencia. Además, en la historia del país hay ocurrencias peores que Dubya: al octavo presidente, Martin Van Buren, le conocían como Martin Van Ruin por la depresión económica durante su mandato.

Tribilín y Toripollo

Pero es en Hispanoamérica donde partidarios y detractores de los presidentes compiten más por dar con el mote atinado, ese que logre desplazar a los demás en un animado juego de petanca verbal. En Argentina, por ejemplo, los apodos son un ingrediente esencial del día a día en cualquier ámbito: en siglos pasados, disfrutaron de mandatarios como el Burrito Cordobés, el Sapo del Diluvio o la Hormiga Negra, y la tradición se acerca a nuestros días con el Pingüino Kirchner, un referente que venía a cuento por la fisonomía afilada y el origen patagónico. En Venezuela, Hugo Chávez acumuló decenas de sobrenombres (Tribilín, el Mandón, el Centauro de Sabaneta, el Comandante Eterno...) y a su sucesor, Nicolás Maduro, le dicen cosas tan vistosas como Platanote o Toripollo. Y en Cuba no podrían vivir sin repartir nombretes, que es como los denominan allí: Fidel puede ser desde el Caballo, porque esa es la figura a la que corresponde el número uno en el popular juego de la charada china, hasta Esteban, en audaz apócope de este bandido, mientras que a su hermano Raúl lo designan como el Chino o simplemente el Dos.

¿Y qué hay de España? Hasta la alemana Angela Merkel ha lucido apodos como Mami o Señora No, por sus vetos sucesivos a planes de rescate, pero en nuestro país, pese al supuesto gracejo meridional, los presidentes de la democracia no han tenido que cargar con motes de alcance generalizado. La única excepción fue José Luis Rodríguez Zapatero, que ya contaba con la versión abreviada ZP (casi un nombre artístico)pero era conocido también como Bambi. Y, por obra de los guiñoles de Canal Plus, hasta sus hijas solían dirigirse a él como Sosomán. Seguro que habría preferido un zalamero Papaíto José Luis, aunque hubiese sido en chino.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios