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Manuel Cucala le muestra a Inés Ruiz el árbol de la película ‘El olivo’, que está en el municipio de Canet lo Roig. A la izquierda, un fotograma de la cinta.
Las lágrimas de los olivos

Las lágrimas de los olivos

Icíar Bollaín estrena ‘El olivo’, una película que denuncia la venta de estos árboles milenarios para adornar chalets, rotondas y campos de golf

fernando miñana

Miércoles, 4 de mayo 2016, 00:56

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Manuel Cucala es conocido en su pueblo, Sant Mateu, 65 kilómetros al norte de Castellón, como Manuel el de Rita, que era su abuela. Ahora el abuelo es él. Tiene 74 años y siete mujeres en su vida: su suegra, su esposa, sus dos hijas y sus tres nietas. Y a partir de esta semana pasará a ser conocido para siempre como Manuel el de la película. Este nuevo sobrenombre le llega por su aparición estelar en la última película de Icíar Bollaín, El olivo, que se estrena el viernes en toda España. La cinta es el fruto de una vieja obsesión de Paul Laverty, su pareja, conocido por sus guiones para Ken Loach. En un movimiento pendular entre la comedia y el drama, el filme relata la historia de un anciano que pierde el habla cuando sus hijos deciden vender un antiquísimo olivo por unos miles de euros, y la reacción de su nieta, con más apego a la tierra y a los sentimientos de su abuelo, interpretado por Manuel Cucala.

Expolio

  • Una ley única en la Comunidad Valenciana

  • La Ley de Patrimonio Arbóreo, la única que protege estos árboles monumentales y singulares, prohíbe arrancar los que tienen más de 350 años y establece que son milenarios aquellos con un tronco de más de 6 metros de perímetro, 25 de diámetro de copa o 30 de altura.

  • Los viveros los anunciansin temor en internet

  • Es muy sencillo encontrar la oferta de olivos milenarios en la red. Este periódico contactó con varios viveristas que no quisieron manifestarse. Muchos acaban en Marbella, Mallorca, Ibiza, la Costa Azul o Italia.

  • 110.000 euros fue el precio más alto que alcanzó un olivo milenario durante una subasta celebrada hace unos años en el castillo Montastruc-la-Conseillàre, cerca de Toulouse. Aquel ejemplar se llamaba Augusto, tenía un tronco de 9,5 metros y pesaba 16,5 toneladas. Se subastaron otros 16. El bautizado como Teodosio I se vendió por 82.000 euros, y el Domiciano , por 64.000.

  • Emilio Botín los compróa cientos para su sede

  • En la sede del Banco de Santander en Boadilla del Monte (Madrid) se estima que hay 475 olivos de más de 500 años. Botín le pidió uno milenario a su director paisajístico. Éste le localizó doce, ocho del Bajo Maestrazgo, y el presidente le pidió todos.

  • En Andalucía los vendieron sin miramientos

  • En Jaén, Granada o Córdoba los arrancaron casi todos y lo triste es que la mayoría se vendieron a precio de leña. Otros acabaron en rotondas y campos de golf.

Bollaín no quiso a un actor profesional para dar vida a este personaje, sino que prefirió hacer una selección entre los mayores de la comarca castellonense del Bajo Maestrazgo, donde resiste la mayor concentración de olivos centenarios y milenarios de toda Europa, más de 4.000. Cucala se encontró con este casting por casualidad, un día que acudió a tomar café al hogar del jubilado de Sant Mateu. «Los abuelos comenzaron a gritar: ¡Éste, éste, coged a éste, que es actor!. Lo decían porque con 21 años participé en Madrid, durante siete días, en el rodaje de La caída del imperio romano (Anthony Mann, 1964) y luego también hice algún sainete en el pueblo», cuenta antes de que se celebre el preestreno en el polideportivo.

Cucala lo cuenta todo con una sonrisa franca mientras mira al horizonte con sus ojos claros. Las manos parecen talladas con uno de esos troncos retorcidos y las deposita sobre la mesa como si fueran aperos. Son recias, rugosas y reflejan décadas de trabajo en los campos que cuidaba por la tarde después de cumplir por la mañana en su granja de cerdos. Este hombre es incapaz de entender que alguien pueda desprenderse de un olivo «lo de milenarios lo dicen por decir algo, porque pueden tener 700 años como 2.000, quién sabe» y lo describe como algo «doloroso».

Cuando habla de sus árboles, rememora las noches que dormía en la caseta del monte y cómo, en la madrugada, se levantaba a contemplar el olivo, grandioso, imponente a la luz de la luna, mientras escuchaba el canto de una lechuza o la carrera de un zorrito. Lo hace imitando los sonidos de los animales y encendiendo los ojos como si estuviera allí mismo, sintiendo el fresco de la noche en ese rostro surcado por la vida. Y se emociona. «Estos árboles tienen unas virtudes que no tienen otros. Te da sombra en verano y calor en invierno; en los recovecos del tronco anidan los pájaros, como el paput (en castellano, la abubilla), los ratones, los caracoles, se mete de todo por allí... Y es agradecido: lo dejas dos años sin cuidar y no se te muere. No se pueden vender. Un olivo de tantos años no es propiedad de nadie porque llevan aquí mucho más tiempo que cualquier familia». Y les dedica un refrán: «Blanco fue mi nacimiento, yo de verde me vestiré, y ahora que voy de luto, todos se alegran de mí, que viene a decir que cuando se hace oscuro, viejo, es cuando da lo mejor».

El aceite, su salvación

Paul Laverty compartía con su chica la idea de seleccionar a un hombre de la zona. «En este país hay actores maravillosos, pero hay algo de la tierra que le diferencia: sus manos, su piel, su cara... Estos hombres son como los olivos y te dan un mensaje subliminal que no podría darte un actor con la cara cuidada. Esas manos de Manuel no se pueden falsificar».

El guionista escocés leyó hace diez años en un periódico una noticia sobre unos olivos arrancados para ser vendidos. Pero entonces tenía otros proyectos en marcha con Ken Loach. «Aquella noticia nunca me dejó en paz. Aquellos viejos olivos que igual plantaron los romanos, que resistieron durante siglos y que vieron pasar a judíos, árabes, la Guerra Civil... Eso y la idea de que un hombre, si tiene dinero, puede comprar cualquier cosa no dejaban de golpearme en el estómago».

En cuanto halló un hueco, Laverty se fue al Bajo Maestrazgo a sentir la historia de cerca. Allí conoció a Ramón, a Hilari, a Enrique, luchadores que pugnaban por proteger estos árboles milenarios, patrimonio de la comarca. Aquel encuentro le devolvió al pasado, al recuerdo de su familia materna, a la conexión con la tierra de su tío y sus abuelos, que vivían de la agricultura al oeste de Irlanda. Por eso espera que El olivo azote las conciencias y que la gente del Maestrazgo prefiera producir un aceite de calidad, «fantástico para la salud», que con el tiempo conseguirá que haya más vecinos trabajando el campo. «Hasta que llegue un momento en el que sea tan apreciado como el vino».

El Ramón que cita Laverty es Ramón Mampel, secretario general de La Unió de Llauradors y Ramaders, una asociación de agricultores y ganaderos que lidera desde hace 30 años la defensa del olivo en el Bajo Maestrazgo. De aquella lucha prendió la Ley de Patrimonio Arbóreo que aprobó el parlamento valenciano por unanimidad. No hay otra igual en España. ¿Esto qué quiere decir? Que en las demás comunidades se pueden seguir arrancando con impunidad para que luzcan en jardines de alemanes adinerados en Marbella, Mallorca, Ibiza o la Costa Azul.

Mampel detiene la poda que está realizando para explicar sus progresos: «La mejor manera de proteger este patrimonio es a través de un desarrollo rural, de hilar la producción de un aceite de calidad con el turismo rural, el senderismo, la Via Augusta, la gastronomía...». Una idea que ha seducido a la Fundación Slow Food, que defiende la diversidad medioambiental. Aunque la ley, de mayo de 2006, tuvo primero un efecto devastador. «Antes de que entrara en vigor, muchos aprovecharon para vender a toda prisa. Un día tuve que esperar media hora en un camino porque me encontré un camión parado con tres o cuatro olivos milenarios en la góndola. No podía hacer nada porque era en vísperas de la ley y aún revivo la tristeza que me produjo».

Por esta lucha muchos les ven como «los malos de la comarca»: afean la conducta de aquellos a quienes «les ponían el dinero en las narices y cedían». Mambel recuerda un olivo de nueve metros de perímetro y 4,30 metros de altura que se vendió por dos millones de pesetas (12.000 euros). «El dueño no quiere hablar y se pone a lorar cuando se lo recuerdan. Se compró un coche, pero ya no queda coche ni queda nada».

Mampel tiene pruebas de que estos árboles han visto pasar a todas las civilizaciones que pasaron por la zona. «Estos olivos milenarios están injertados. Se ve que hace dos mil años ya lo hacían y crecieron donde estaba el acebuche, en los bordes, no alineados» Y recuerda que en el pueblo de Albocácer había uno solo en una finca. Se murió en la dura helada del 56 y al arrancarlo apareció, bajo la raíz, una losa con letras en latín. «Un historiador belga nos explicó que cuando moría alguien relevante, los romanos lo enterraban al lado de una vía importante y plantaban un olivo sobre la tumba». De película.

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