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La reina que sobrevivió a Diana

La reina que sobrevivió a Diana

Disciplinada hasta la obsesión, Isabel II cumple 90 años en la plenitud de un reinado que llegó a tambalearse por el silencio y la indiferencia que mostró tras la muerte de Lady Di

íñigo gurruchaga

Domingo, 17 de abril 2016, 12:01

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Isabel II cumplirá 90 años este jueves en un momento de esplendor para la monarquía, aniversario que la convierte en la reina más longeva en la historia del Reino Unido. Su actual popularidad requiere aclarar un malentendido. El que ha transformado algo probablemente falso en la versión más aceptada sobre lo que ocurrió durante los días de su mayor debilidad, los que siguieron a la muerte de Diana, el 31 de agosto de 1997.

La Reina, película de Stephen Frears estrenada casi una década después, confirmó lo que había contado una parte de la prensa: que Isabel II fue salvada por Tony Blair de la ira de los británicos por la frialdad con la que habría reaccionado ante la muerte de la princesa de Gales. Pero aquella crisis fue superada por el curso natural del duelo y las llagas que la causaron, por el paso del tiempo.

Cuando Diana murió en París, la familia real pasaba sus vacaciones de verano en la hacienda que compró la reina Victoria en Balmoral, en el remoto valle escocés del río Dee, y allí continuó. Blair, según esta versión, habría convencido a la soberana de que la reacción popular se había convertido en un problema grave para sus intereses, de que el tiempo apremiaba. El suyo era un Gobierno activista, empeñado en dictar los titulares de cada jornada.

Antes de su paulatina conversión al catolicismo por la influencia de Cheri, su mujer, el primer ministro profesaba un cristianismo ecléctico, basado en ideas sobre la comunidad y la amistad: era la supremacía de los sentimientos sobre la liturgia. En su incesante cortejo a los medios, acuñó aquella mañana el título de Princesa del Pueblo para la bella Diana, víctima de la corte y de sí misma, que al final de su vida recogió numerosos afectos por dedicarse a causas justas, como la lucha contra las minas antipersona.

Con Lady Di acaparando las portadas de los tabloides, los sondeos advertían que una tercera parte de los británicos ya estaban convencidos de que no vivirían peor sin la monarquía. Divorcios, confesiones públicas de infidelidad y la sensación de que la corte había impuesto a Carlos una esposa virgen desembocó en una crueldad innecesaria hacia una chica dañada por su historia familiar y que no aceptó un matrimonio de conveniencia. Allí estaban las raíces del desencanto.

Casi eterna

  • Reina de 16 Estados

  • Desde 1952 es la reina de los dieciséis Estados soberanos conocidos como Reinos de la Mancomunidad de Naciones el Reino Unido, Canadá, Australia, Nueva Zelanda, Jamaica, Barbados, Bahamas, Granada, Papúa Nueva Guinea, Islas Salomón, Tuvalu, Santa Lucía, San Vicente y las Granadinas, Belice, Antigua y Barbuda y San Cristóbal y Nieves.

  • Felipe, la oveja negra

  • Se casó con Felipe Mountbatten hace 68 años. Él fue aceptado a regañadientes era extranjero, no tenía reino ni dinero, sus hermanas estaban casadas con oficiales nazis...

  • Doce primeros ministros

  • Ostenta un récord curioso. Ha tratado con doce primeros ministros durante su reinado. El primero fue Winston Churchill. Se llevó muy bien con el quinto, el laborista Harold Wilson, pero no tuvo feeling con Margaret Thatcher ni con Tony Blair.

  • Imagen familiar

  • Siempre se ha criticado su estilo frío y ceremonioso. Por eso, en los últimos tiempos, sus asesores se esmeran en promocionar su lado más familiar. Parece llevarse muy bien con Camilla Parker-Bowles, la segunda mujer de Carlos, y su bisnieto Jorge le llama Gan-Gan.

  • 14

  • años tenía Isabel II cuando pronunció su primer discurso. Fue a través de la radio, en la BBC, y estaba dirigido a los niños británicos que estaban siendo evacuados a causa de la Segunda Guerra Mundial y el asedio de los nazis.

Pero en aquel culebrón de la familia real, la trágica muerte de Diana llegó con un toque de fortuna. Tras el pesaroso divorcio de sus padres, Guillermo y Enrique, de 15 y 12 años, estaban con los abuelos en Balmoral el día del accidente, lo que les permitió sobrellevar en privado su duelo. Carlos recogió el cadáver en París, llevó el ataúd a Londres y marchó hacia los Highlanders de Escocia.

En el vacío creado en torno al palacio de Buckingham y al ataúd, una turba de dolientes, santeros y profetas del apocalipsis deambuló sin guía por el centro monumental de Londres, mientras el Gobierno advertía a Isabel II del malestar de la ciudadanía por su silencio y el diario The Sun desplegaba su talante paparazzi. «¿Les importa?» tituló un día. «¿Dónde está la reina cuando se la necesita?», el siguiente.

Esta versión de la historia concluye que la ira de los devotos de Diana y de una prensa que hizo tan buen negocio con ella quedó apaciguada cuando la soberana, persuadida por Blair, mandó izar en el palacio la bandera británica a media asta. Isabel II emitió un discurso a la nación en el atardecer del viernes, cinco días después del accidente, víspera del funeral. «La princesa Diana era un ser humano excepcional», zanjó.

Hay otra versión de lo acontecido aquellos días. Dice que las ceremonias de la monarquía no son más que representaciones de la vida investidas de dignidad, como escribió el constitucionalista Walter Bagehot, y que el despecho del pueblo se transformó en un sentimiento de unión en el dolor de forma natural. Tras el duelo privado, aquel viernes, la aparición en público de los jóvenes hijos de la princesa muerta bastó para que el malestar tornara en llanto.

Perfectas hileras

Edmund Burke, escritor y político del siglo XVIII, defendió la emancipación de los católicos o el fin de las discriminaciones contra los irlandeses y los habitantes de las colonias, intentó recortar la influencia de la corte e hizo frente a la corrupción política antes de sorprender a sus seguidores y críticos con su condena de la Revolución Francesa y de la supremacía absoluta de la razón en el pensamiento ilustrado.

La sociedad, escribió Burke, no es producto de la razón sino del afecto: «Es una colaboración no solo entre los que están vivos, sino entre los que están vivos, los que han muerto y quienes están por nacer». Es a esa idea de la sociedad como un tejido de relaciones que conectan el pasado con el presente y el futuro a la que Isabel II ha servido y sirve con una personalidad idónea para su papel.

Esta mujer que no nació para ser reina su padre, Jorge VI, no hubiese ocupado el trono de no mediar la abdicación de su hermano, Eduardo VIII, heredó con 25 años una corona cuyo prestigio había sido restaurado en la Segunda Guerra Mundial y la dejará después de su larga regencia en manos de su hijo, Carlos, y de una nueva generación, los príncipes Guillermo y Catalina, que generan optimismo por su juventud.

Su mejor biógrafa, Sarah Bradford, le ha reprochado errores en la educación de sus hijos «aunque nadie debería criticar a la madre de otros», afirmó Bradford, divorciada, en una entrevista posterior a su libro y de haber creado en 1969, siguiendo el consejo de sus asesores, una excusa para la posterior injerencia de los medios de comunicación en sus vidas: abrió las puertas de palacio a las cámaras de televisión para presentar al público británico una familia real más moderna.

Son especulaciones sobre lo que podría haber sido diferente, pero uno de los méritos de la biografía Queen Eizabeth II es encontrar rasgos de su personalidad que definen también su reinado. Cuenta Bradford que Marion Crawford institutriz de Isabel y de su hermana Margarita, y primera sirvienta real que publicó un libro de confidencias sobre su tiempo en palacio creía que era «disciplinada casi en exceso».

Cuando sus padres les daban cristales de azúcar después de una comida, la futura reina los ordenaba por tamaño y Margarita se los zampaba inmediatamente. Una de las preocupaciones de Isabel, o Lilibeth, cuando tenía 6 años, era doblar con perfección su ropa en una silla y colocar bajo ella sus zapatos en líneas exactamente paralelas, antes de acostarse.

Exigente con la vajilla

En los documentales y artículos que se publican estos días, los autores subrayaban el cumplimiento puntual de sus obligaciones constitucionales y se detienen a menudo en su capacidad para detectar que una pieza de la vajilla preparada para un banquete no está en el lugar adecuado, en su gusto por una perfecta hilera de soldados.

«Es como entrar en un cuento de hadas», dijo Hillary Clinton tras una estancia en palacio acompañando a su marido, Bill. Esa señal de identidad británica ha sobrevivido en los noventa años de la reina a guerras, a la pérdida del imperio, al declive relativo del país, a la expulsión de la casi totalidad de los lores hereditarios del Parlamento o a la incredulidad en la Iglesia de Inglaterra, de la que es su cabeza.

El político Edmund Burke también escribió que un Estado que no puede cambiar tampoco puede conservarse. Isabel II ha abandonado en ese calendario sin urgencias que dicta la vida digna una regla secular de la monarquía: el matrimonio cortesano. Ni Margarita pudo casarse con Peter Townsend ni Carlos en su juventud con Camilla Parker-Bowles, porque ambos tenían historia, habían estado casados. El matrimonio por amor de Guillermo y Catalina, el enlace de los Windsor con los Middleton, es el legado de Diana y de aquellos días de luto.

El miércoles, Isabel II acudirá a una ceremonia de aniversario del servicio de correos e inaugurará un quiosco de música en unos jardines. Al día siguiente, encenderá una de las mil almenaras que señalarán su cumpleaños por la geografía del país y paseará en un coche abierto por las calles de Windsor. Por la noche, toda la familia cenará en palacio. Rituales a los que se ha dedicado con gusto y que seguirán uniendo el pasado con el presente y el futuro.

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