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Manuel Fraga, durante un baño en Palomares.
La catástrofe nuclear que pudo ser

La catástrofe nuclear que pudo ser

El régimen de Franco silenció un suceso que contaminó campos y afectó a la salud de los vecinos de la zona

José Luis Álvarez

Domingo, 17 de enero 2016, 07:48

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Aquella fría mañana del 17 de enero de 1966 el tiempo era estable en la costa levantina almeriense. Un avión cisterna Boeing KC-135 de la USAF, cargado con 110.000 litros de combustible, que minutos antes había despegado de la entonces base estadounidense de Morón (Sevilla) se disponía a abastecer en vuelo a superbombardero B-52 que regresaba de la frontera turco-soviética a su base de Seymour Jonson, en Goldsboro, (Carolina del Norte). La operación rutinaria siempre se realizaba sobre costa almerinse, entre el Cabo de Palos y el Cabo de Gata, por donde transitaban los aviones militares estadounidenses.

Era poco después de las 10.00 horas cuando ambos aviones iniciaron la maniobra para el acoplamiento de la manguera del combustible. Debido a un fallo ambas aeronaves chocaron en el aire. El reloj marcaba las 10.22 horas. En la colisión murieron siete de los tripulantes de los aviones, el resto consiguió eyectarse con paracaídas.

De inmediato, los militares estadounidenses decretaron una alerta broken arrow (flecha rota), con la que denominan un incidente con un arma nuclear. El B-52 portaba cuatro bombas termonucleares, del tipo Mark 28 (modelo B28RI), de 1,5 megatones cada una y 75 veces más potentes que el artefacto que explotó en 1945 en Hiroshima. Cada bomba, de 800 kilos de peso, medía 1,5 metros y tenía un diámetro de 50 centímetros.

Efectivos estadounidenses de la base de Morón se desplazaron al lugar donde se había perdido el contacto de ambos aparatos por radar. Tras el accidente, dos bombas nucleares quedaron intactas al ser frenadas por los paracaídas. Una se recuperó en tierra y otra en el mar, cerca de la desembocadura del Almanzora donde fue recogida por la Marina de EE UU ochenta días después del accidente.

Las otras dos bombas quedaron destruidas. Una fue a estamparse contra el suelo en un solar del casco urbano de Palomares y la otra en unas colinas próximas. La carga convencional utilizaba con mecanismo de ignición de la bomba nuclear hizo explosión en ambos caso. Sin embargo, los artilugios atómicos no funcionaron gracias a un mecanismo de seguridad. Estos estallidos esparcieron la metralla por las calles del pueblo y lo alrededores.

Comprobado que no hubo detonación de la carga nuclear, la urgencia era recoger todo el material diseminado, dado que Washington tenía como clasificado todo componente que integrase un arma nuclear. Evitar que el proyectil sumergido cayera en manos de la URSS u otro país enemigo hizo que el Pentágono desplegara en la zona 34 buques desde los que se operaron cuatro minisubmarinos para localizarla. Al final fue encontrada en perfecto estado a 869 metros de profundidad y a cinco millas de la costa. Para ello no fueron necesarias tecnologías de rastreo sofisticadas o sensores especiales, sino que fue posible gracias a las indicaciones que ofreció a los militares estadounidense Francisco Simó, alias Paco el de la bomba, que vio caer el proyectil al agua mientras estaba faenando con su barca.

Retirada de la tierra

Solucionado este asunto quedaba por conocer el alcance de la contaminación nuclear. Al explotar la carga convencional, se pulverizaron en el aire los componentes nucleares de las bombas, plutonio 239, plutonio 240 y americio 241. Según las crónicas históricas de lo ocurrido, las mediciones de la radiactividad en la zona llegó a saturar los aparatos empleados.

Efectivos estadounidenses, equipados con trajes NBQ (nuclear-bacteriológico-químico) retiraron la tierra que había en unos 25.000 metros cuadrados de terreno. En total fueron 1.400 toneladas de tierra que se metieron en 4.818 bidones herméticos para su transporte al cementerio nuclear de Savannah River (EE UU). Sin embargo, se calcula que quedaron en el terreno unos tres kilos de plutonio.

Para tranquilizar a la opinión pública, en un momento en el que el turismo era fuente importante de ingresos para el Estado, el ministro de Información y Turismo, Manuel Fraga Iribarne, acompañado por el embajador de EE UU, Angier Biddle Duke, se dio un baño en las frías aguas de Palomares, en la playa de Quitapellejos, ante la mirada atónica de periodistas españoles y norteamericanos.

El Gobierno de Franco levantó un muro de silencio sobre la repercusión del accidente en la población de la zona. Dato a destacar fue que los Guardia Civiles y militares españoles que participaron en la retirada de la tierra contaminada no llevaron ningún tipo de traje especial. Según documentos, ahora desclasificados, el 28% de los vecinos de Palomares tenían trazas de plutonio en su organismo.

La zona del accidente fue vallada y vetada a paso de personas, pero la expansión urbanística ha llevado la construcción de viviendas hasta la misma verja que no puede frenar el polvo que sopla desde la zona contaminada hacia las casas.

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