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Salvador Alvarenga, en el centro, almuerza con la familia en su casa de Garita Palmera (El Salvador) veinte días después de llegar a tierra firme.
Salió a pescar y pasó 438 días de naufragio

Salió a pescar y pasó 438 días de naufragio

Tras 14 meses a la deriva comiendo peces y aves crudas apareció al otro lado del mundo. Ahora, el periodista Jonathan Franklin relata la hazaña

fernando miñana

Martes, 17 de noviembre 2015, 00:33

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Una ola y otra ola y otra más. Como subir a un tercer piso y caer al vacío. Y volver a subir y volver a bajar. Salvador Alvarenga, un experimentado pescador salvadoreño, gobernaba su lancha como podía en medio de aquel temporal al lado de Ezequiel Córdoba, un jovencito atlético al que había reclutado a última hora para salir a pescar tiburones, después de que le fallara su compañero de siempre. El chico temblaba asustado por la fiereza del Pacífico. Estaban a dos horas de Costa Azul, un pequeño puerto en la orilla de Chiapas (México), de donde habían partido bien provistos de gasolina, agua, hielo, cebos y todos los aparejos.

Demasiado sano

  • dudas sobre su veracidad

  • La fotografía de Salvador Alvarenga, con un asombroso parecido al Tom Hanks de Náufrago, generó un debate sobre la veracidad de su historia. El mundo esperaba a alguien más perjudicado, pero el autor de 438 días contrastó todos los datos. Las llamadas por la radio fueron ciertas, el estudio de las corrientes marinas daba lógica a su rumbo, no tenía quemaduras porque se escondía bajo la hielera y sufría talasofobia (miedo al mar).

La situación era desesperada. Al tremendo oleaje se le había sumado un problema inesperado. Alvarenga cogió la radio y pidió ayuda. «¡Willy! ¡Willy! ¡El motor se está parando!». Desde el puerto le pidieron las coordenadas. Pero el GPS no funcionaba. Todo se ponía en contra. Le recomendaron que echara el ancla y esperara la llegada de auxilio. Pero no llegaba. Y entonces pronunció sus últimas palabras. «¡Ven ahora, estoy realmente jodido aquí!».

Aquel 18 de noviembre de 2012 el mar estaba embravecido y Alvarenga llegó a pensar que se hundían. Había entrado mucha agua y la lancha pesaba demasiado. Decidió vaciar la cuba con media tonelada de pescado. Al acabar eran más ligeros, pero estaban rodeados de tiburones. Luego tiró el hielo y la gasolina. A las diez de la mañana se apagó la radio para siempre. Los dos pescadores estaban a merced del océano. Sin GPS. Sin motor. Sin radio.

El día dio paso a la noche y el frío cayó sobre la barca. Estaban a la deriva. Ateridos y asustados, decidieron cobijarse bajo la hielera, apretujándose para darse calor. Salvador entendió que había que empezar a ingeniárselas para comer algo. La primera vez tardó horas hasta pescar un pez con las manos. Con el tiempo fue cogiendo habilidad y a veces el destino les regalaba una tortuga, un manjar para náufragos. Otros días atrapaban un pájaro o recogían los peces voladores que caían en cubierta. Un poco de carne cruda. No había más. Salvo aquella vez que se encontraron una bolsa con zanahorias, una col y algo de leche un poco agria.

Aún así estaban famélicos. «Tenía tanta hambre que me comía hasta las uñas». Otras veces cogía una medusa y se la tragaba sin pensárselo dos veces. «Me abrasó la parte superior de la garganta, pero no estaba tan mal», explicó Salvador Alvarenga a Jonathan Franklin, el periodista del The Guardian que escribió 33 hombres la historia de los mineros que quedaron atrapados bajo tierra en Chile y que acaba de publicar 438 días, los que Alvarenga estuvo naufragando hasta que el 30 de enero de 2014 apareció en un atolón de las Islas Marshall, en Micronesia (Oceanía), a 10.000 kilómetros de Chiapas.

Veía pasar los buques

Una mañana, cuando ya llevaban 14 días perdidos, le despertó el sonido de la lluvia. Música celestial. Durante unos minutos se dieron un festín de agua, pero rápidamente comenzaron a atrapar toda la que pudieron para racionarla. Siempre se acababa y entonces tocaba apurar lo poco que ofrecía la naturaleza: ingerir la propia orina, asegurando un mínimo ciclo de hidratación, y beberse la sangre de las tortugas.

Días después de haber pactado que si uno sobrevivía tendría que visitar a la madre del otro, Córdoba despertó a su compañero a gritos. «¡Me muero! ¡Me muero!». No le sentaba bien la carne cruda y se negaba a comer. Fue a darle agua y, cuando le puso la mano encima, notó unas convulsiones. Le rogó que no le dejara solo en medio de aquel cascarón de siete metros de eslora. Pero ya era tarde. Lloró durante horas. Al despertar siguió hablándole como si estuviera vivo, pero al sexto día se sorprendió dialogando con un cadáver. Entonces le desnudó y lo lanzó al mar. Luego, se desmayó.

La pérdida de su única compañía en aquel desierto de agua le sumió en una profunda depresión, pero pudo más el instinto de supervivencia y el miedo al suicidio (su madre le advirtió una vez que quien se quita la vida no va al cielo). En su rumbo errático no solo veía agua a su alrededor. De vez en cuando, un carguero cruzaba el horizonte. Alvarenga se tiraba horas dando voces y saltando. Nunca tuvo suerte. Y pasaron cerca de veinte durante esos catorce meses. Salvó su mente con una vida de ficción. Se imaginó paladeando manjares exquisitos y disfrutando del sexo más placentero. También paseaba por la cubierta fantaseando con lugares hermosos.

Por las noches contempló quince ciclos lunares. Un día se frotó los ojos al ver unas aves costeras surcar el cielo. De entre la niebla surgió un atolón verde rodeado de aguas color turquesa. Se lanzó al mar y se dejó arrastrar por las olas hasta la orilla. Mientras, Emi Libokmeto y su marido, Russel Laikidrik, se miraban extrañados al ver a aquel barbudo aparecer en una playa del culo del mundo. «Estaba flaco como una tabla. Solo me quedaban intestinos, piel y huesos. Mis brazos no tenían carne y mis muslos eran flacos y feos». Emi y Russel no entendían el castellano de aquel náufrago de pelo enmarañado y tobillos hinchados, pero Alvarenga no paraba de reír. Al fin, 438 días después, estaba a salvo. A más de 6.700 millas de casa, con anemia y parásitos en la sangre, pero vivo.

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