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Pasar a limpio

Pasar a limpio

En Kigali hacen limpieza comunal y en Curitiba cambian basura por verduras. En Singapur, donde el chicle es ilegal, tiran de multas:este año, un hombre ha tenido que pagar 13.000 euros por arrojar colillas

carlos benito

Miércoles, 1 de julio 2015, 20:39

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La ciudad completamente limpia no existe. La vida mancha, y la suma de miles o millones de vidas va recubriendo el entorno urbano de rastros y residuos, a un ritmo que ningún servicio de barrenderos podría mantener a raya. Pero, evidentemente, sí que hay ciudades en el mundo que pueden enorgullecerse de la higiene de sus calles: han conseguido acercarse en alguna medida a esa urbe inmaculada del universo de las ideas, a veces por caminos poco convencionales, que suelen tener más que ver con no ensuciar lo limpio que con limpiar lo sucio. Hagamos un viaje por tres de esos lugares que han aplicado estrategias muy particulares para solucionar este problema universal.

Uno a uno

  • 3 sistemas muy distintos

  • Kigali (Ruanda)

  • Desde 1998, durante la mañana del último sábado de cada mes, la población dedica tres horas a adecentar la ciudad. Es la práctica denominada umuganda. Desde 2008 están prohibidas las bolsas de plástico.

  • Curitiba (Brasil)

  • Desde 1991 está en funcionamiento el programa llamado Cambio Verde, que solucionó el problema de las basuras en las calles. Los ciudadanos que llevan sus residuos reciclables a los puntos de recogida reciben, por cada cuatro kilos, un kilo de frutas y verduras.

  • Singapur

  • Tiene una legislación muy represiva para evitar la suciedad callejera, con medidas como la prohibición de vender chicle, vigente desde 1992. El año pasado se impusieron 19.000 multas.

La primera parada se produce en el continente más inesperado: Kigali, la capital de Ruanda, suele sorprender a los visitantes por su aspecto cuidado y aseadísimo, que no se restringe al escaparate del cogollo urbano y se extiende hasta barrios menos nobles. No es el único rasgo llamativo del país africano, conmocionado todavía por el salvaje genocidio de hace veintiún años: también es, por ejemplo, el único estado del planeta en el que hay más mujeres que hombres en el parlamento, y el que encabeza las tablas de reducción de la mortalidad infantil en los últimos cinco años. En la materia que nos ocupa, el Gobierno ha adoptado algunas decisiones singulares, entre las que figura una que se anuncia en grandes vallas publicitarias a los recién llegados al país: las bolsas de plástico están prohibidas desde 2008, hasta el punto de que andar por ahí con una puede suponer una multa de más de cien euros.

Pero dicen los expertos que la clave para la pulcritud que reina en Kigali se esconde detrás de una palabra misteriosa: umuganda, que traducen aproximadamente como juntarse para hacer algo en común. Los últimos sábados de cada mes, de ocho a once de la mañana, la ciudad parece detenerse, los comercios permanecen cerrados y los coches dejan de circular, mientras la población se aplica a la tarea de adecentar los espacios públicos. Lo hacen todos: se puede ver al alcalde tirando de pala o a miss Ruanda repintando unos pasos de cebra desvaídos. Incluso suelen invitar a los forasteros a unirse al empeño comunal. «Mantener limpias nuestras calles, mantener limpias nuestras casas y mantenernos limpios nosotros mismos acaba convirtiéndose en una cultura, una forma de vida», ha dicho el presidente, Paul Kagame, que por supuesto también arrima el hombro cuando llega la fecha del umuganda. La ley contempla sanciones de seis euros para quienes se escaqueen no podía ser de otra manera, en un país con una marcada deriva autoritaria, pero la mayoría de los ruandeses parecen participar de buen grado en estos zafarranchos mensuales.

Y, lo que es más importante, la responsabilidad de limpiar ha generado una voluntad decidida de no ensuciar. «La gente no tira basura. No salen por la puerta de su casa y echan cosas a la calle. No arrojan restos desde sus coches como imbéciles», resume, con visible envidia, el periodista keniano Sunny Bindra. El umuganda se basa en la antigua tradición por la que la comunidad entera ayudaba a los vecinos necesitados, que después los gobernantes coloniales transformaron en un servicio forzoso al estado. En 1998, tras el genocidio, Kigali era una ciudad en grave riesgo medioambiental: la población casi se había doblado en solo cuatro años, al pasar de 250.000 a 400.000 habitantes, y las calles de los suburbios estaban cubiertas de basura e infestadas de mosquitos. Fue entonces cuando surgió la idea de aplicar el umuganda a un proyecto que combinase la limpieza pública y la reconciliación nacional.

Ovejas municipales

También Curitiba, en el sur de Brasil, afrontaba una situación delicada allá por los años 80, por razones muy similares: su censo se había disparado desde los 150.000 habitantes de cuarenta años antes hasta superar el millón, y los nuevos vecinos habían dado forma a apretados barrios de favelas donde la recolección de basuras era imposible. Los desperdicios acababan en los ríos y en los espacios públicos, pero un factor ayudó a combatir el problema: el arquitecto Jaime Lerner, alcalde de la ciudad en tres mandatos discontinuos, siempre ha sido un tipo imaginativo que a menudo se atrevió a zambullirse en la utopía. Él fue el hombre que instauró un servicio municipal de ovejas para mantener en buen estado los parques la elevadísima proporción de zonas verdes de Curitiba es uno de sus legados, el que implantó unos chocantes autobuses Volvo articulados en tres segmentos para mejorar la movilidad o el que decidió comprar a los pescadores toda la basura que pudiesen capturar.

Ante la crisis de las basuras, su equipo puso en marcha en 1989 un sencillo sistema de intercambio: los vecinos llevaban sus residuos reciclables a un punto de recogida itinerante y obtenían bonos de transporte. Dos años después, una cosecha excedentaria de repollos impulsó el siguiente avance, que sigue vigente: por cada cuatro kilos de basura que aportan, los residentes obtienen un kilo de frutas y verduras, que el Ayuntamiento compra a los pequeños productores de la región. También valen para el trato dos litros de aceite usado. El programa, bautizado como Cambio Verde, cuenta con una vertiente escolar, donde los niños obtienen cuadernos, golosinas o entradas para espectáculos. Así se recogen cada año en torno a tres mil toneladas de residuos y se distribuyen unas ochocientas toneladas de alimentos saludables. La omnipresente basura se volatilizó casi al instante, las tasas de reciclaje se mantienen en niveles elevadísimos y Curitiba colecciona premios internacionales por su espíritu verde.

Claro que, si hay una ciudad que ha alcanzado la fama mundial por sus esfuerzos denodados en combatir la suciedad callejera, esa es Singapur. Sus gobernantes muestran una obsesión casi enfermiza por erradicar cualquier desperdicio de los espacios comunes, por mínimo que sea, y han apostado fundamentalmente por la vía represiva. La legislación es puntillosa hasta extremos cómicos: desde 1992 está prohibida la importación y venta de chicle aunque se puede introducir una pequeña cantidad para consumo propio, y también está reglamentado de manera específica que no se puede «escupir ninguna sustancia o expeler moco de la nariz sobre la calle» o que es obligatorio tirar de la cadena después de usar un váter público. Entre las funciones de la Policía figura la de comprobar de cuando en cuando el cumplimiento de esta última exigencia. Tirar un papel a la acera implica una multa de 1.300 euros, que se duplica en el caso de reincidir y se eleva hasta 6.600 euros en posteriores ofensas. A principios de este año, un hombre fue condenado a pagar 13.000 euros por haber arrojado 34 colillas de cigarrillo desde la ventana de su casa a lo largo de tres días: se conoce la cifra exacta porque, a raíz de unas denuncias, colocaron una cámara para registrar sus infracciones.

Vergüenza en portada

Este fumador guarrete también ha tenido que cumplir una orden de trabajo correctivo, es decir, salir a limpiar las calles con un chaleco reflectante que deja claro su desprecio por el bien común. El año pasado se impusieron 19.000 mltas y 688 servicios comunitarios, aunque estos han perdido parte de su impacto original:en 1992, cuando empezaron a aplicarse, los rostros de los sancionados llegaban a aparecer en portada del diario The Straits Times para mayor vergüenza pública. Singapur dispone de un ejército de 52.000 trabajadores de limpieza y cuenta también con 260 voluntarios facultados para reprender a quienes no usen las papeleras, e incluso para pasar sus datos a las autoridades si se niegan a corregir su falta. Los escolares reciben incesantes mensajes contra la suciedad en las calles y participan en limpiezas extraordinarias de playas y parques.

Y, aun así, algo sigue fallando, porque la represión no ha conseguido modelar la conciencia de los singapurenses, y aún menos la de los residentes extranjeros. En un sondeo del Gobierno, el 40% de los encuestados dijo que tiraría cosas a la calle si tuviese la seguridad de que no lo iban a pillar, y el propio presidente compartió recientemente en las redes sociales una foto del océano de porquería que habían dejado los asistentes a un festival. En su desalentado mensaje, tocó el corazón del asunto: «Necesitamos progresar planteó, pasar de ser una ciudad limpiada a ser una ciudad verdaderamente limpia».

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