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40 años del 15-J

Los españoles demócratas construyeron con gran esfuerzo un modelo de convivencia que ha sido fecundo y que maravilló al mundo

Antonio Papell

Jueves, 15 de junio 2017, 10:53

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Hoy, 15 de junio de 2017, se cumplen cuarenta años de las primeras elecciones democráticas del régimen naciente. Franco había muerto año y medio antes y en enero del mismo 1977 se había promulgado la Ley de Reforma Política, impulsada por el joven Rey Juan Carlos y por el primer ministro designado Adolfo Suárez, que paradójicamente fue aprobada a regañadientes por las Cortes franquistas que se hicieron con aquel gesto el harakiri. Aquella ley, simplicísima, establecía la rápida celebración de unas elecciones libres, tras la legalización de los partidos políticos y la proclamación de las grandes libertades.

Y, en efecto, el 15-J, que era miércoles por cierto, los ciudadanos fueron a votar libérrimamente por primera vez desde la República. En aquellas elecciones, de las que saldría un parlamento constituyente, ganó la Unión de Centro Democrático (UCD) -el partido centrista creado por Suárez-con el 34,44% de los votos y 165 diputados, seguido del PSOE de Felipe González, con el 29,32% y 118 diputados. El PCE de Santiago Carrillo quedó en tercer lugar con el 9,33% y 20 escaños; Alianza Popular de Fraga, el 8,21% y 16 escaños; y el PSP de Tierno Galván -otro partido socialista que terminaría convergiendo con el PSOE-, el 4,46% y 6 diputados. Los partidos nacionalistas catalanes y vascos ya estuvieron presentes, y la gran sorpresa para algunos fue que el llamado Equipo de la Democracia Cristiana, que tenía buenos y grandes apoyos, no obtuvo diputado alguno.

Aquella fecha representó, pues, el inicio litúrgico de la democracia, la liberación explícita de un país que venía de una cruenta guerra civil ganada por las familias ideológicas que habían perdido la Segunda Guerra Mundial, seguida por una larga y dolorosa dictadura de 38 años. Aquel hito pacífico, apenas enmarañado por algunos grupúsculos terroristas que amenazaron el proceso pero que no tenían representación real, tuvo muchos ingredientes de una auténtica revolución burguesa y nos vinculó con un Occidente que nos había despreciado y marginado desde la derrota del Eje en 1945.

Este recordatorio es pertinente porque hemos leído, en especial en la prensa catalana, referencias y glosas de aquel periodo en que, por un espurio interés evidente, se subraya lo alejado del presente de todo aquello, que fue llevado a cabo por generaciones que ya han periclitado y que por lo tanto tendría hoy escasa consistencia. Tal simpleza equivale a decir que la Constitución de los Estados Unidos, que es de 1787, ha perdido vigencia porque todos sus autores y promotores están muertos, o que la Revolución Francesa de 1789 ha de ser transportada al museo de los anacronismos por una razón parecida, o que la Segunda Guerra Mundial es una antigualla que no influye en el presente, o que el Tratado de Roma, del que se ha conmemorado el sexagésimo aniversario, ha de desecharse porque las cosas han cambiado.

Hace cuarenta años, cuando el mundo nos contemplaba con escepticismo, temeroso de que fuera verdad el carácter indómito de los españoles que los incapacitaba supuestamente para vivir en paz y en libertad al mismo tiempo, se pusieron las bases de un inédito consenso en el que participaron todos los actores, no sólo los ideológicos: también los territoriales. En aquellas Cortes Constituyentes estaban Jordi Pujol al frente de 11 diputados catalanistas; Anton Cañellas encabezando los dos diputados de la UDC; Heribert Barrera en representación de Esquerra Republicana de Catañunya; Juan Ajuriaguerrra, al frente de ocho parlamentarios del PNV, y Francisco Letamendía en representación de Euskadiko Ezkerra. Y todos convergieron en una Constitución que todavía reluce pletórica, aunque sea innegable que necesita una puesta al día.

Ni el pasado ha muerto, ni ha perdido un ápice de legitimidad. Los españoles demócratas -tan demócratas entonces como ahora- construyeron con gran esfuerzo un modelo de convivencia que ha sido fecundo y que maravilló al mundo. Y en él estamos. Por eso, no vamos a consentir que algunos desaprensivos lo hagan saltar por los aires como si esto fuera una república bananera.

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