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El expresidente de la Diputación de Castellón.
Don Carlos ya no tiene amigos

Don Carlos ya no tiene amigos

Durante el juicio, no fue a verle nadie del Partido Popular y solo uno de sus cuatro hijos

FERNANDO MIÑANA

Miércoles, 23 de julio 2014, 12:57

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Carlos Fabra tenía una legión de amigos. Daba un paso y tropezaba con uno. Descolgaba el teléfono y escuchaba la voz de otro saludándole. Bajaba del coche y uno bien sonriente le había abierto la puerta. Ni siquiera era Carlos, sino Don Carlos. Pero aquello eran otros tiempos, cuando nadie fue capaz de moverle del sillón presidencial de la Diputación de Castellón, su provincia, su coto, en 16 años (1995-2011).

Lo que no lograron ni Eduardo Zaplana ni Francisco Camps, los dos presidentes autonómicos previos a Alberto Fabra, el otro Fabra, lo consiguió la Justicia. En cuanto lo citaron como acusado empezó a perder poder a la carrera. Primero fue la presidencia de la Diputación; luego la de Aerocas, la sociedad que gestiona, si es que hay algo que gestionar, el aeropuerto fantasma. Los amigos fueron desapareciendo. Porque los pueblecitos que le necesitaban para salir adelante -en Castellón 88 de los 135 municipios no llegan a los mil habitantes- se olvidaron de él en cuanto salió por la puerta.

En el día en que el juicio quedó visto para sentencia, Carlos Fabra salió, como cada mañana, de su casa de Playetes, en la orilla de Oropesa del Mar, para acudir a la Ciudad de la Justicia de Castellón, donde se celebró la causa que empezó el 2 de octubre de 2013 y que fue lo único que le impidió mantener su rutina laboral como presidente de la Cámara de Comercio.

Fueron cuatro semanas de soledad. Sin amigos. A su lado, Javier Boix, el abogado que ya salvó a Francisco Camps en el juicio de los trajes, el mismo que logró anular las escuchas del caso Naseiro. En el partido le dieron la espalda. Solo Alberto Fabra le dio un público y fotografiado abrazo de apoyo antes del juicio. En la sala, menos aún. Las visitas de Víctor Campos (éste sí condenado en la causa de los trajes); su chófer, el mismo que llevaba los sobres con dinero a las ventanillas o a los propios directores de la oficina bancaria; sus dos hermanos, y un fiel exasesor, Manu Vives, que no faltó ni un día y que le acompaña del taxi al juzgado.

Acusaciones

La Fiscalía pidió 13 años de cárcel. Carlos Fabra estaba acusado de cohecho, tráfico de influencias -cargos ambos que no han logrado demostrar- y cuatro delitos fiscales que sí le pueden pringar con ocho años a la sombra. Aún así no ha perdido la sonrisa. Como tampoco la perdió el día que el 'New York Times' le señaló como ejemplo de la corrupción política en España y su archifamoso aeropuerto como símbolo del derroche. «A mí me la trae al pairo el New York Times», espetó.

Solo uno de sus cuatro hijos se dejó caer por la sala. Fue el primer día, cuando acudió Claudia, dueña de dos tiendas (una de calzado y otra de ropa para niños) en el centro de Madrid. Pero ni Andrea, diputada del Congreso, heredera de la tradición política tan arraigada en la familia (tiene siete precedentes), ni Carlos, el piloto que debía aterrizar con su avión en un aeródromo que sigue virgen, ni Borja, el vástago del que se sospecha que su única ocupación en la vida es vivir como un hippie, se dejaron ver.

En sus ratos libres, Carlos, Don Carlos, volvía a convertirse en Charly, el amigo chistoso capaz de ponerse a cantar a Adriano Celentano mientras brindaba con champán francés antes de una buena corrida de toros. Porque Fabra, aparentemente huraño, es un tipo jovial que solo pierde la sonrisa, paradojas de la vida, cuando pisa un aeropuerto.

Bien lo sabe Esther Pallardó, periodista y política que creció a su sombra, su última pareja, la mujer que sigue de cerca un juicio con 22.000 folios de instrucción que investiga las 81 cuentas de la familia Fabra, los 9,5 millones de euros ingresados en seis años (3,2 sin justificar) y los 17.000 movimientos, incluidos 24 créditos y los más de 6.000 euros que podía llegar a gastar en el casino de Marbella.

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