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La cruz que corona el cerro de Santa Catalina.
La cruz del castillo de Santa Catalina

La cruz del castillo de Santa Catalina

Es el único lugar de la cima del cerro desde donde todavía hoy se puede contemplar la majestuosa Catedral de Jaén

MANUEL RODRÍGUEZ

Jueves, 21 de abril 2016, 00:58

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Cuenta la leyenda que cuando el rey Fernando III, El Santo, entró a Jaén, tras su conquista a los musulmanes, subió al Castillo árabe con sus tropas y llegó hasta el último extremo del cerro de Santa Catalina, que así llamó como consecuencia de una aparición de la Santa en sueños.

Llegado a ese punto del monte, único lugar de la cima del cerro desde donde todavía hoy se puede contemplar la majestuosa Catedral, antes espacio que ocupó una mezquita, uno de los capitanes de sus tropas hincó, como signo de triunfo, su espada en el suelo del lugar, quedando ésta con la punta clavada en el piso y el travesaño de tal modo que, a primera vista, pudiera parecer una cruz cristiana, desde donde se dominara toda la ciudad.

Gustó esto al rey Santo y decidió, que a partir de aquel momento (primavera de 1.246), hubiera siempre una gran cruz en aquel lugar que recordarse la conquista cristiana y que, además, pregonara a los cuatro vientos el dominio castellano de la antigua medina.

A partir de entonces la leyenda se convierte en verdadera tradición y las religiosas del Real Monasterio de Santa Clara (que fundó el mismo rey según otra tradición), serían las encargadas de costear una cruz que siempre debía permanecer allí.

Los proverbiales vientos de Jaén dieron al traste con muchas cruces de madera y de hierro, que quedaban inservibles cuando caían, obligando a crearlas nuevas. Pasado el tiempo las religiosas abandonaron esta encomienda y el Obispo de la diócesis de Jaén le encomendó el privilegio del mantenimiento de la Cruz del Castillo, que así la llamaban ya todos, a la familia jienense de los Balguerías, los cuales, sobre 1.950, y concretamente Eduardo Balguerías, colocaría la actual Cruz de hormigón armado que, más de medio siglo después, ni el tiempo ni el viento han podido derribar.

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