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MURALIA

Sobre la opinión pública

ALFREDO YBARRA

Domingo, 10 de febrero 2008, 03:40

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UN concepto que hemos tenido en los últimos tiempos muy en uso para diversos fines es el de opinión pública. Dicen los que saben que es la tendencia o preferencia, real o estimulada, de una sociedad hacia hechos sociales que le reporten interés. En la antigüedad la opinión pública se remitía simplemente al diálogo que establecían los notables; es decir, sólo aquellos que no dependían, para su supervivencia, económicamente. Las mujeres, los esclavos y los niños no poseían la capacidad de contemplar, opinar y dialogar sobre las cuestiones de la polis. Imperaba la marginalidad en el espacio privado y no existía el diálogo sobre asuntos públicos. Luego la cuestión fue evolucionando.

Hoy, la opinión pública predominante no parte de la subjetividad libre de cada ciudadano, sino que viene a resultar de la fuerte influencia de muchos modos ejercida por los grupos de presión sobre la sociedad. De este modo lo que entendemos por opinión pública a fin de cuentas es una opinión privada del poder, ya sea el económico, el político y/o el mediático. Del mismo modo que los grandes grupos empresariales producen sus artículos de consumo, también difunden y 'venden' unas opiniones, unas instrucciones convenientes a sus intereses. Y para ello disponen de una variada red de comunicadores, agencias de publicidad, relaciones públicas, 'lobbies', y además se le pueden sumar medios de comunicación y otros múltiples agentes y sistemas.

La opinión pública ha existido siempre, pero es en la edad moderna cuando se convierte en un fenómeno de masas que coincide con el descubrimiento de la imprenta, la difusión de la letra impresa, el surgimiento del periodismo, el advenimiento de la burguesía como clase dominante y la liberalización paulatina de los asuntos. Así es en esa época cuando se fragua el paradigma de que la opinión pública y la marcha de la sociedad están determinadas por la voluntad exclusiva del ciudadano, como individuo singular, ejemplificación al que se une la creencia de que el hombre es un ser racional capaz de distinguir siempre entre la verdad y la mentira, entre el bien y el mal. Hoy sabemos que esta concepción partía de unas premisas demasiado ingenuas en la construcción política de la sociedad. El devenir histórico nos ha demostrado que lo que determina el curso de la realidad no es en sí el individuo libre e independiente, sino el poder del dominio de los medios, esencialmente de los económicos y de los medios de comunicación de masas que se ponen a su servicio.

Aunque existen voces y tribunas dignas representantes de una opinión pública con moral y con crítica hacia la perversión de pilares primigenios de la rectitud humana, estas son las excepciones que confirman una regla cuyo caldo de cultivo es una generalidad arbitraria, donde los intereses mayoritarios, generales, se difuminan y los grandes valores humanistas se solapan, donde predomina el lado perverso que beneficia a los poderosos. Y es cierto que entre los grandes conglomerados mediáticos y de poder existen diferencias y matices de carácter, digamos, ideológico, pero por mucho que parezcan competir y enfrentarse, son piezas complementarias del mismo engranaje, que da la espalda a las virtudes impares del hombre. ¿Quién entre las clases dominantes aspira de verdad a un cambio completo de las cosas, a un equilibrio en la riqueza de todos los hombres, a una vertebración en base moral de la humanidad, un equilibrio fundamentado. Así, adoctrinados por el consumo de retroalimentación, por una estructura férreamente oligárquica y vertical en cuanto a las locomotoras sociales y políticas, con dirigentes que no aspiran en general a servir, sino a servirse, creemos vivir en el mejor de los mundos y pensamos que es utópica otra situación de la vida y es inútil concebir modelos de sociedad más justos y racionales que los que ahora imperan. La tecnología y una industria del espectáculo, del deporte y del ocio bien engrasada nos hacen olvidar reflexiones más críticas y hondas del sentido de la vida. Nos conformamos con algún eslogan, alguna canción que nos conmocionen, pero poco más en nuestra servidumbre humillante. El sociólogo francés Pierre Bourdieu afirma, de manera contundente, que 'la opinión pública no existe', pues en el análisis social no hay neutralidad valorativa porque siempre están por medio los grandes intereses de los poderes y los medios a su servicio. Mientras, estamos ofuscados y atrofiados para comprender una estructura de valores y bienes fundamentales para una vida más armónica, más acrisolada y más rica en honduras de sencillez.

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