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El hombre que replantó Manhattan

El hombre que replantó Manhattan

Eric Sanderson ha reconstruido manzana a manzana en un proyecto multimedia la isla que se encontró Henry Hudson en 1609 con sus bosques de roble rojo, los ciervos huyendo de los pumas...

mercedes gallego

Lunes, 31 de agosto 2015, 10:09

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Dicen que en la Edad Media una ardilla podía cruzar España sin bajarse de la copa de los árboles y en el Nuevo Continente habría podido llegar de Nueva York hasta Chicago. No es un decir. Cuando lo dice Eric Sanderson se convierte en ciencia. A este conservacionista californiano emigrado a Nueva York le cambió la vida un libro que encontró por casualidad en Strand, una librería de culto. Le fascinaba imaginar cómo habría sido la isla de Manhattan cuando la descubrió Henry Hudson, el 12 de septiembre de 1609 y aquel libro, Manhattan in Maps: 1527-1995, incluía el mapa del cuartel general británico, nunca antes publicado.

En 1782 los militares de su majestad estaban tan preocupados con el avance de las tropas del general Washington que enviaron a sus hombres a documentar cada fuente y montículo de la isla para asegurarse de que la topografía no se interpusiera en la batalla. Fuentes, pantanos, bosques todo estaba ahí. Sanderson, un ecologista del paisaje que utiliza las más sofisticadas técnicas de análisis espaciales para proteger la vida salvaje, vio que estaba más cerca que nunca de reconstruir el Manhattan que se encontró el navegante al servicio de los holandeses. Cogió el mapa y el GPS y buscó las conexiones con el presente, desde los escalones de la Iglesia de Trinity hasta los montículos de Central Park, un viaje científico y exploratorio que le llevó una década.

El Proyecto Mannahatta, la ciudad de las muchas colinas en lengua lenape, se convirtió en una bomba, pero no como la que destruyó Hiroshima, sino como la que reconstruyó el pasado. A través de www.welikia.org el internauta puede descubrir qué aspecto tenía entonces cualquier punto de la Gran Manzana, qué especies vivían y qué plantas crecían. Su libro Mannahatta: Una historia natural de la ciudad de Nueva York fue un bestseller e inspiró cuentos, poemas, sermones y piezas de jazz. Hoy, con www.visionmaker.nyc se adentra en el futuro e invita a la gente a compartir la evolución del paisaje dentro de 200 años.

Si para muchos es catastrofista, Sanders tiene en la retina el optimismo de la ecología, y el paisaje de la isla, en la que ha contado 570 colinas. La diversidad ya era entonces la característica de la Gran Manzana, con 55 ecosistemas diferentes. En los bosques de roble rojo y castaños americanos salpicados de violetas sobre los que se alza el Empire State, King Kong hubiera vivido más a gusto, escuchando el aullido de los lobos grises, viendo a los pumas dar caza a los ciervos y a los topos nadar por los arroyos. El barrio de Tribeca que ha popularizado Robert De Niro era un bosque de pinos costales y el del Upper West Side, donde se alza el Lincoln Center, un pantano de arces rojos.

Los turistas que suben al One World Observatory disfrutan de ese paisaje original en el viaje a través del tiempo que muestran en tres dimensiones los paneles que recubren los ascensores. El sonido de los pájaros y la visión de las marismas transportan al visitante hasta el año 1500, cuando más de diez mil especies vivían en lo que hoy es una jungla de rascacielos. Si no hubieran llegado los agricultores holandeses, con su ganado, sus cerdos y sus plagas, luego los británicos poniendo ladrillos y por último la avaricia del siglo XX, Manhattan sería hoy un parque natural con más biodiversidad que los de Yellowstone o Yosemite.

Desde Tribeca hasta la calle 42 se extendían a orillas del río Hudson playas de arena que susurraban a los bosques de robles y castaños, salpicados de manantiales. El Hudson no se llamaba Hudson, sino Muhheakantuck (río que fluye en dos direcciones) y en lugar de los tres millones de personas que se empujan por la calle, vivían entre 300 y 600 indígenas, en perfecta armonía con la naturaleza. Eran seres espirituales en una sociedad sin jefe ni rey en la que «nadie podía decirte lo que tenías que hacer», explica Sanderson. «Eran fuertes, sabían cómo vivir en su tierra, tenían sentido del humor». Trabajaban entre 17 y 25 horas a la semana, vivían en comunidades de 30 personas, que serían todas las que conocerían a lo largo de su vida. En verano iban de aquí a allá, pescando y cultivando la tierra y en invierno se refugiaban en sus comunidades para reparar las redes, cocinar y contarse historias.

Nada de eso ha quedado en el carácter de los neoyorquinos que, como observa Sanderson se parecen más a Hudson. Ese inglés tan ambicioso y decidido a encontrar un camino a China que sus propios hombres le abandonaron en el río que acabaría llevando su nombre, porque se negaban a pasar allí el invierno. Nunca se le volvió a ver, pero 400 años después su espíritu sigue dominando la ciudad de los rascacielos, mientras los lenapes tuvieron que abandonarla para siempre.

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