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Subir al cementerio y llevar flores a los seres queridos es otra de nuestras tradiciones para celebrar el día de Todos los Santos. Esta imagen es de los años cuarenta
Cementerios de Granada

Cementerios de Granada

Hace más de un siglo la ciudad contaba con varios cementerios. En la actualidad está solo el de San José, pero es uno de los más antiguos y bonitos de la geografía española

Amanda Martínez

Lunes, 31 de octubre 2016, 17:14

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Llega noviembre y es poco más que inevitable hablar de difuntos. Antes, las noches de Todos los Santos se pasaban así, contando historias de muertos y aparecidos. Los niños, las escuchaban atentos, junto a la lumbre donde se cocían batatas y castañas, pegándose bien a las faldas de luto de las abuelas que pasaban con parsimonia las cuentas del rosario. Junto a la ventana ardía la lamparilla de las Ánimas y en la despensa, esperaban los buñuelos de viento y los huesos de santo.

Hermandad de Ánimas

Hubo una tradición anterior que describe Miguel Luis López Guadalupe en el libro Memoria de Granada. Estudios en torno al cementerio que editó Emucesa en 2006. La protagoniza la hermandad de Ánimas de la parroquia de Santa Ana: «Por los melancólicos parajes de la Carrera del Darro y de la Cuesta de Gómérez, acompañada del lúgubre tañido del bronce de su campana, visitaba el devoto cortejo el lugar de ejecución de criminales en la Plaza Nueva y el cementerio de San Onofre, que encerraba a los desconocidos difuntos de las epidemias de peste y cólera». El cortejo paraba, en primer lugar, «donde antiguamente se hacía la justicia de degüello», una tradición que bebía de las macabras procesiones del medievo.

Antes de San José

Hasta el siglo XIX en Granada hubo varios cementerios.

De la época islámica es conocido el de la Puerta de Elvira, el primero que se encontraba el viajero que salía o entraba en la ciudad, «antiguo y poblado de olivos», como lo describió el viajero alemán Jerónimo Münzer en 1494. Este era el más importante pero la Granada nazarí era una gran ciudad y como tal contaba con un buen número de necrópolis: la del cerro de San Miguel, por ejemplo, de cuyo recuerdo es memoria la Cruz de Rauda; el cementerio de los Extranjeros, el de Plaza Larga o el de la Puerta de los Alfareros en el que, escribe Jorge Lirola en el libro antes citado, «debieron ser enterrados sobre todo artesanos y otras gentes que vivían en la zona próxima a la Alcaicería». La Alhambra también contaba con un lugar para enterrar a los sultanes y a sus familias.

Tras la Reconquista llegó la obligación de enterrar a los difuntos en las parroquias o conventos. Había pequeños cementerios en las Albaicineras San Cristóbal, San Nicolás o San Miguel y también en la ciudad baja, en Justo y Pastor, San Matías o el Sagrario, por poner algunos ejemplos. Se trataban, continúa López Guadalupe de «simples parcelas junto al atrio del templo o pequeños patios en algún costado».

Pero las condiciones de estos camposantos no eran muy higiénicas. Cualquier rigor meteorológico podía dejar al descubierto los restos humanos. Tampoco lo eran los cementerios que se habilitaban en caso de urgencia, cuando había grandes mortandades como epidemias de peste u otras enfermedades. Aquellos eran «lugares tétricos donde se amalgaman los restos humanos y se entierran en cal viva, donde merodean los oportunistas de la miseria y el aire apenas pude purificarse con plantas aromáticas». Se habilitaron estos carneros, como se les llamó, junto a la ermita de San Onofre, en el barrio de La Churra, y en las Angustias. Es conocido el del pozo del Almengor porque allí fue enterrada Mariana Pineda, pero también los hubo en el camino de las Tinajerías o en las Barreras, este último, origen del actual cementerio de San José.

La haza del tío Requena

En el año 1804 se declara en Granada una epidemia de fiebre amarilla. Tomás de Morla, presidente de la Real Chancillería, amparado por un decreto expedido por Carlos IV, prohibió, por higiene, los enterramientos en las parroquias. Había que buscar un lugar aislado para librar a Granada de los contagios. Lógicamente la Iglesia se resistió: suponía una merma importante en sus ingresos y, además, la práctica funeraria era un asunto eclesiástico donde no debía de inmiscuirse el Estado. La ciudad convivía con sus muertos, los tenía cerca, así era la costumbre.

El lugar extramuros que reunía las mejores condiciones era el conocido como Haza de la Escaramuza «en recuerdo de la gran revista que en 1478 pasara a sus tropas el rey Muley Hacén», cuenta Garrido del Castillo en un artículo publicado en IDEAL. El ingenio popular comenzó a conocerlo como la Haza del tío Requena pues Miguel Requena era el nombre del primer guarda, encargado de abrir y cerrar para cada entierro el portón que hacía las veces de entrada.

El cementerio entró en funcionamiento el 2 de febrero de 1806 y, una curiosidad que documenta Garrido del Castillo, el primer cadáver que recibió sepultura fue el del arquitecto director de las obras. Ocho días después murió el padre Basilio, el cura que lo bendijo (estos aspectos no los he podido comprobar documentalmente, pero son una bonita anécdota)

Los caminos del Cementerio

Al principio, el sepelio subía por la Colina Roja desde Plaza Nueva, Cuesta de Gomérez, Puerta de las Granadas y bosque de la Alhambra. «El coqueto campanario de Santa Ana despedía los cortejos con el tañido de sus bronces, mientras que un responso se rezaba ante una imagen de la Virgen localizada en el Arco de las Granadas, hasta donde acompañaba el clero para bendecir los féretros por última vez y seguir desde allí solo los conductores», explica López-Guadalupe. Hasta 1960 en la parroquia de Santa Ana se continuaron despidiendo los duelos.

Sin embargo este itinerario se clausuró en 1872, escribe Domingo Sánchez-Mesa en el capítulo que dedica al Cementerio de San José. Como alternativa se propuso el Realejo, por el barranco del Abogado y lo que hoy conocemos por Camino Nuevo del Cementerio. Unos años antes, en 1855, el ayuntamiento ya obligaba a seguir el Paseo de los Tristes y la Cuesta de los Chinos, un camino tortuoso y complicado para los coches fúnebres que obligaba a llevar el féretro a hombros (como documenta el catálogo de la exposición Paseo de los Cármenes del Darro). Para hacer más cómodo el recorrido el arquitecto municipal, José Contreras, recomendó la construcción de un nuevo trazado que discurría a través de la huerta del Carmen del Algibillo. Pero la fuerte pendiente entre la casa y la Torre de los Picos continuaba siendo un suplicio. El trazado no se pudo rectificar, «por el coste de la obra, los peligros que suponía para la cimentación de alguna de las torres de la Alhambra y la resistencia a colaborar por parte de los sucesivos gobernadores de la Alhambra». En 1866 el Ayuntamiento construyó los escalones que comunican con la Puerta de Hierro por el que ascendían los dolientes, con el féretro a hombros, componiendo una de las estampas más costumbristas de Granada.

Así lo retrató Ganivet en el poema El rey de la Alhambra

"Sigue el padre con su niño

hasta la Puerta del Hierro.

Cuatro enterradores suben

por la Cuesta de los Muertos;

llevan al hombro un ataúd,

y, aunque les fatiga el peso,

como se acerca la noche,

caminan con pie ligero..."

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