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Los diferentes son nuestro iguales

Los diferentes son nuestro iguales

Momentos de Granada ·

Durante la dictadura, la Ley de Vagos y Maleantes encarcelaba a los homosexuales

TITO ORTIZ

Martes, 29 de agosto 2017, 01:48

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En los años sesenta, los chistes machistas, sobre Franco, o de mariquitas, eran los más demandados por la sociedad tabernaria. Eran tiempos en los que la homosexualidad femenina vivía oculta, pasaba desapercibida. La mujer lesbiana, con vestirse como las heterosexuales y no mostrar sus sentimientos en público, lo tenía resuelto. No así los hombres, que atrapados en una presencia física con la que no se identificaban, sufrían lo indecible para ocultar su condición sexual y algunos no podían reprimir que sus gestos y ademanes los delataran desde muy temprana edad. Recuerdo casos sangrantes en el colegio, donde la mofa y el desprecio llegaron a tanto que algunos compañeros tuvieron que abandonar los estudios y refugiarse en sus casas, presas del pánico y la depresión. Cuando en la niñez y adolescencia los síntomas ya eran evidentes, no pocos fueron expulsados de sus casas por padres intransigentes, más preocupados por el qué dirán de los vecinos y amistades que por el grave problema al que se enfrentaba su hijo, en una sociedad especialmente educada desde la cuna para rechazar la homosexualidad, hasta el punto de encarcelar a los que sin poder sujetar su cuerpo, mostraban rasgos en la voz o en sus movimientos de carácter afeminado. La crueldad en los cuarteles llegaba a la violación, ya que se les obligaba a realizar el servicio militar, aunque una vez jurada la bandera se les destinara a la cocina, a la cantina, o a servir de asistentes en casa de los mandos, para así evitarles escarnios.

No era su cuerpo

Se sentaba en una silla de tijera, equidistante, entre el quiosco de madera pintado en verde de la Mimbre y la entrada al Generalife, en aquellos años cuando aún no se entraba por allí a la Alhambra. Sobre una banqueta bajita, y siempre con las rodillas muy juntas, ante sí colocaba una cesta de mimbre, forrada de papel blanco, en la que sobresalían los montones de pipas con sal, garbanzos tostados, maní, almendras garrapiñadas, chicles y pistolines, junto a otras golosinas. Debajo, en una caja metálica de carne de membrillo, fuera de la vista de los guardias, los paquetes de, Chesterfield, Lucky, y Bisontes cortos sin emboquillar, todos de contrabando para venderlos sueltos. Una botellita de cristal con un corcho terminado en pitorro metálico almacenaba la gasolina de color azul para recargar los mecheros, cajas de mixtos de Fosforera Española coleccionables, a dos reales, y cigarrillos a perragorda. Aquel hombre se buscaba la vida honradamente desde que salía el sol, hasta el anochecer en tan turístico lugar, aunque en los sesenta y setenta las ventas también se nutrían de la clientela que bajaba del cementerio tras haber asistido a algún entierro y festejaba allí con unos chatos de vino que a ellos todavía no le había llegado la hora.

Miguel

Aquel hombre era toda una mujer en un cuerpo que no le correspondía y él dejaba claro quién era de verdad. Al acercarte, olías a colonia cara de fémina. Si te fijabas bien, advertías un ligero maquillaje en su cara, tenue colorete en las mejillas, contorno de los ojos resaltado con lápiz negro, pestañas con suave rímel. En su gesticulación de brazos y manos o pose para sentarse había más feminidad que en cientos de mujeres juntas. Pedicura y manicura al día, lucía sus enormes manos con el acabado de las uñas esmaltadas en color carne y un brillo casi mate. En los pies calzaba unas sandalias de goma de meter el dedo, que entonces solo utilizaban las mujeres, y a veces sus pies y sus manos, gritaban más que sus ojos. Cuando hablaba, enmarcado en la educación más exquisita mientras no hicieras comentario inconveniente, su voz recia y aguardentosa contrastaba con su musicalidad al hablar. Como si de un ventrílocuo se tratara, ante imagen varonil el sonido de su voz era femenino y plural con toda riqueza de eses. Sus vaqueros ajustados y su jersey de pico, sin nada debajo y en colores vivos, advertían rápidamente de su presencia, que él no dudaba en protagonizar con gestos sin necesidad de abrir la boca. Solo con el paso de los años he sido consciente de la terrible tragedia que aquel hombre vivía a diario, mientras los demás le comprábamos un cigarrillo suelto y le pedíamos fuego, a lo que él respondía con una sonrisa enorme, mirándote fijo a los ojos mientras tú creías tener delante al mismísimo Ramsés II. Aquel no era su cuerpo, lo mismo que le ocurría al extranjero que cada día subía a su casa del Albayzín por la Calderería, con el cesto de esparto de haber hecho la compra en el mercado de San Agustín, luciendo piernas y muslos, con un vestido vaporoso de mujer, que dejaba ver una extremidades inferiores hercúleas, al igual que sus brazos desnudos y fornidos, mostrando una redecilla, con la que se recogía en diminuto moño el poco pelo que ya le quedaba.

Mi reconocimiento a estas dos mujeres aprisionadas en un cuerpo de hombre, que en los años difíciles de la Dictadura cuando se les aplicaba la Ley de Vagos y Maleantes tenían el valor de gritar que estaban encarceladas en un cuerpo que no era el suyo.

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