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Ma Long, durante un partido.
Un brindis por Ma Long
opinión

Un brindis por Ma Long

jon agiriano

Viernes, 12 de agosto 2016, 17:41

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Durante los Juegos de Pekín, el jugador sueco de tenis de mesa Jorgen Persson, el hombre que entonces intentaba mantener viva la llama de su paisano Jan-Ove Waldner, oro en Barcelona y plata en Sidney, hizo una exhibición de sinceridad en vísperas de su partido de semifinales contra el chino Wang Hao. Se sabía perdido de antemano y, en lugar de caer en los tópicos habituales en esos casos, dijo lo que de verdad pensaba. Hay que aceptar la realidad. Ellos sí que son la gran muralla», afirmó, refiriéndose a los representantes de China, un país con 140 millones de licencias de ping-pong. Persson estaba en lo cierto y, ocho años después, ha vuelto a demostrarse que esa muralla continúa en pie y tan firme como siempre. Sin una sola grieta. Y a nadie debería sorprenderle.

La superioridad absoluta de los chinos no tiene mayores secretos. En el fondo, ni siquiera tiene demasiado mérito. Es lo que considera el cronista desde el día en que He Zhi Wen, Juanito para los amigos, el veterano jugador de origen chino que en Río ha vuelto a representar a España en unos Juegos, le explicó hace años en Granada el sistema de selección natural que han diseñado en su país para dominar con mano de hierro un deporte que les apasiona. Los niños comienzan a jugar en el colegio, a partir de los cinco o seis años. La primera selección la hacen allí, en los recreos. Luego siguen otros peldaños. Los mejores jugadores de cada pueblo compiten por ser los mejores de su comarca y quienes lo consiguen ingresan, en régimen de internado, en alguno de los centros de alto rendimiento de su provincia.

Una vez allí, contaba He Zhi Wen, se dedicaban al tenis de mesa con una disciplina de monjes tibetanos. Eran obligados a levantarse a las seis de la mañana y, tras una ducha fría, entrenaban durante una hora. Luego desayunaban y dedicaban la mañana a estudiar. Por la tarde, jugaban tres horas antes de cenar. La jornada, sin embargo, no se había terminado, ya que antes de acostarse tenían que realizar otra hora y media más de práctica. Los mejores y más resistentes acababan teniendo el premio que pretendían: convertirse en jugadores profesionales, a sueldo del Estado.

Decía líneas arriba que, en mi opinión, el poderío chino no tiene demasiado mérito. Y lo mantengo líneas abajo. Ahora bien, lo que sí tiene un mérito enorme, diría que un mérito absoluto, es ser el mejor producto de esa gigantesca maquinaria. De ahí mi admiración por Ma Long, la gran estrella de este deporte, que en Río ha logrado revalidar su título olímpico de Londres. Y no de cualquier manera. Lo hizo en 37 minutos y sin ceder en la final un solo set (14-12, 11-5, 11-4 y 11-4). Casi sin despeinarse, vaya. Y eso que tenía enfrente a su rival más enconado, su compatriota Jike Zhang, una especie de John McEnroe del tenis de mesa al que la superioridad incuestionable de Ma Long le está amargando la vida. De hecho, la primera vez que le ganó un partido en la Copa del Mundo se volvió directamente loco y empezó a gritar y a pegar patadas a las vallas publicitarias hasta romperlas en pedazos. No faltó nada para que saliera alguien del público con una cruz y unos ajos para espantarle al demonio.

Ma Long es un gigante, pero tiene una pequeña debilidad que su entrenador, Liu Guoliang, no tuvo reparos en desvelar hace unas semanas y ha hecho correr ríos de tinta. Por supuesto, no han faltado torquemadas que le han criticado por ser un mal ejemplo para los jóvenes. Resulta que a su pupilo le gusta tomarse una copas de vez en cuando, sobre todo si se siente muy presionado. En esas situaciones, un poco de alcohol le relaja y le ayuda a conversar y distraerse charlando con la gente en las barras de los bares. Al cronista le parece muy sana esta costumbre. De hecho, además de admiración, ya empieza a sentir un poco de cariño y camaradería hacia el gran campeón de Liaoning, al que imagina tomándose una copa en algún bar de Río de Janeiro, apurando la noche de la victoria hasta el amanecer, como Obdulio Varela después del Maracanazo. Brindemos por él.

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