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Nadia Comaneci, durante los Juegos Olímpicos.
La perfección existe
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La perfección existe

El paradigma es Nadia Comaneci, el primer 10 de la historia de la gimnasia olímpica, pero el salto de 8,90 metros de Beamon, la fantasía del Dream Team, la carrera en blanco y negro de un Bikila descalzo y la hazaña de Strug también fueron actuaciones redondas

Fernando Miñana

Martes, 2 de agosto 2016, 10:22

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Los Juegos Olímpicos están preñados de hermosas historias, grandes gestas deportiva que han emocionado a espectadores de todo el mundo, pero la perfección es algo más, es algo que sucede, como un extraño eclipse, solo muy de vez en cuando. Aquí van cinco momentos perfectos. Cada uno por un motivo.

Nadia Comaneci, la niña 10

Aquella niña de 14 años comenzó a dar giros y saltos en las asimétricas con la gracia y la armonía de las elegidas. Nadia Comaneci clavó la salida y se fue disparada al siguiente aparato, la barra de equilibrios. Pero de repente escuchó un griterío atronador y se giró hacia el marcador. Allí, unos números luminosos marcaban un resultado incomprensible: 1.00. La gimnasta rumana no entendía nada y miró a sus compañeras, que simplemente subieron los hombros.

Los Juegos de Montreal 76 se recuerdan por ser la primera vez en la historia olímpica que los jueces, entre los que había una española, concedían un 10. Fue tan sorprendente que el marcador no estaba preparado. Aquello era lo nunca visto.

Hubo más dieces y Comaneci, esa niña seria con flequillo y coleta, se marchó de Canadá con cinco medallas, tres de ellas de oro, pero todo el mundo quedó prendado de aquel instante redondo: 'The perfect 10'. La armonía de aquel ejercicio sin grandes complicaciones -era un rutina obligatoria dentro de la competición por equipos- y la fuerza del momento histórico alcanzaron una dimensión desconocida en la gimnasia.

Miles de madres bautizaron a sus hijas con el nombre de Nadia y cientos de miles de niñas pidieron que las apuntaran a gimnasia. Comaneci se convirtió en una celebridad y años después una firma de ropa desplegaría una cartel gigantesco con su imagen en Times Square. Aquella niña creció y pese a que en Moscú, cuatro años después, ganó tres oros más, ya nada fue lo mismo. Ya era una mujer, más grande, menos inocente, sin el magnetismo de Montreal.

Nadia Comaneci huyó de la Rumania de Ceaucescu en 1989. No se atrevió a decírselo a su madre y, tras informar a su hermano, cruzó la frontera con Hungría junto a otros gimnastas. A la leyenda la esperaban en Nueva York. En Estados Unidos se nacionalizó y ahora, a los 54 años, vive en Oklahoma con su marido y su hijo Dylan.

Bob Beamon, el vuelo

Tony Duffy era un contable de 31 años aficionado a la fotografía que el 18 de octubre de 1968 se colocó en la primera fila del estadio Universitario de México DF con su Nikon Nikkormart, la cámara con la que disparó el salto perfecto, el Ocho Noventa de Bob Beamon. Hasta dos días después no reveló el carrete y descubrió que había una imagen de aquel fabuloso récord del mundo -lo elevó ¡55 centímetros!- que se convertiría en icónica y la vendió a la agencia AP. Casi por inercia, Duffy fundó Allsport, una agencia que Getty Images absorbió en 1998 por casi 35 millones de euros.

La historia la conoce bien Juan Carlos Hernández, un aficionado fascinado por aquel salto monumental que ha volcado en un blog llamado 'Al aire libre' la información de años de concienzuda investigación, incluidas varias conversaciones con Edgar Valle, el responsable de los jueces de ese concurso, quien le explicó que el pincho que clavaban en la arena para realizar las mediciones era una aguja de tejer de su mujer.

En aquellos Juegos se estrenaba un visor óptico para medir los saltos, pero aquel brinco del dorsal 254 escapaba a su alcance y hubo que buscar una cinta métrica para descubrir que había caído a 8,90 metros de la tabla, un récord del mundo que duró 8.351 días, casi 23 años.

El reloj Omega del marcador indicaba que eran las 15.45 horas de un día plomizo. Beamon, a 2.250 metros de altitud, que la víspera se había clasificado para la final al saltar 8,19 en el último intento después de dos nulos, era el cuarto en entrar en acción. En su primera carrera, 19 pasos frenéticos, fue impulsado con un viento al límite de lo permitido (+2.0 m/s), salió despedido desde la tabla mientras extendía los brazos y realizó un aterrizaje perfecto, contrayendo el cuerpo como un acordeón, el pecho contra las rodillas, y salió de la arena con tres brincos a pies juntos, como un canguro.

Cuando se anunció el 8,90 se fue corriendo hasta la pista. Su compañero Ralph Thompson se lo tradujo y le dijo que había pasado de 29 pies. Entonces se arrodilló sobre el tartán y, emocionado, se tapó el rostro con su manos. Aún realizó un segundo salto (8,04) y luego, ya bajo un aguacero, lo dejó. No había pelea. «Comparado con esto, somos niños», reconoció después Igor Ter-Ovanesyan, uno de los favoritos.

El Dream Team, soñar despierto

Nadie discute que fue el mejor equipo de la historia del baloncesto. «La gente nos veía como a superhéroes», recordaría años después Larry Bird, una de las muchas leyendas de aquella formación coronada con 'Magic' Johnson y Michael Jordan.

Y al frente de aquel combinado, Chuck Daily, el entrenador de los Detroit Pistons, el hombre que unas semanas antes había urdido una violenta defensa para sacar de sus casillas a Jordan en aquella tensa final de la NBA. Pero el técnico supo ganarse a 'Air' Jordan. Solo tuvo que llevárselo a jugar al golf cada mañana durante la preparación y ajustar los entrenamientos en función de sus paseos de hoyo en hoyo. Daily, además, supo incentivar al grupo cuando en un partido a puerta cerrada contra una selección universitaria dejó a Jordan en el banquillo para facilitar una derrota que espabilaría a las estrellas.

El número 23 de los Bulls, en realidad, no quería ir a los Juegos, y solo decidió alistarse después de ver que Magic, que regresaba al baloncesto después de anunciar que tenía el virus VIH, y Bird, en el epílogo de su carrera, iban a jugar. Jordan y el base de los Lakers vivieron en un pique continuo que arrastraba a todos los demás.

Su juego era perfecto. En su debut olímpico, después de revolver Barcelona con su presencia, empezaron con un parcial demoledor ante Angola (46-1). El Dream Team trituró al que se puso por delante y el día que apareció Toni Kukoc, la gran esperanza blanca, sus futuros compañeros en Chicago, Jordan y Pippen, se turnaron para secarlo y demostrarle cuál iba a ser la jerarquía que se iba a encontrar en la NBA.

La expectación fue creciendo a cada partido y los rivales comparecían en la cancha rendidos. Estrechando las manos de sus ídolos o, como se vio en algún momento, sacando la cámara de fotos en el banquillo para inmortalizar el momento.

Todos se impregnaron del espíritu olímpico y Jordan, que solo salía del hotel para ir al pabellón, se escapó una madrugada para ver algo de Barcelona y visitar el estadio de Montjuïc. Allí, sobre el tartán, evocó la grandeza de Edwin Moses, el atleta que encadenó 122 victorias consecutivas en los 400 metros vallas.

El Dream Team salió campeón, claro, y mientras sonaba el himno, Magic, el rey del 'showtime', entendió que aquello era la culminación de su obra. «Este es el final. Así es como quiero dejarlo».

Abebe Bikila, el origen

Su entrada en la meta es una de las imágenes más famosas de la historia olímpica. Aquel atleta negro corriendo descalzo sobre la Vía Apia, ya de noche, bajo la luz de unos focos hasta alcanzar el Arco de Constantino es un recuerdo imborrable. Y perfecto. Pues Abebe Bikila ganó el maratón de Roma con un récord del mundo (2:15.16). Una proeza que repitió en Tokio cuatro años más tarde. (2:12.11).

Pero Roma, con aquellas imágenes en blanco y negro, cuando aún no era habitual ver a un fondista de la África negra, estuvo, además, cargada de simbolismo. Bikila triunfó en el Arco de Constantino, desde donde justo 24 años antes desfilaron las tropas de la Italia fascista delante de Benito Mussolini antes de invadir Etiopía.

El dominio de los atletas del Valle del Rift comenzó con Bikila, el hijo de un sencillo pastor, el corredor que no se había clasificado para los Juegos de Roma y que se coló en el último momento después de que un compañero se torciera un pie. No era, por lo tanto, el favorito, pero corrió, con su zancada económica, junto al marroquí Rhadi Ben Abdesselam hasta el último kilómetro, donde ya se marchó en solitario con unos pies desnudos después de sentirse incómodo con las Adidas que ofrecía el proveedor olímpico antes de la carrera.

Abebe Bikila sufrió un accidente de coche en 1969 que le dejó en una silla de ruedas. Ahí también demostró ser un campeón. «Fue la voluntad de Dios que ganase los Juegos Olímpicos y fue la voluntad de Dios que tuviera mi accidente. Acepto esas victorias igual que acepto esta tragedia». Cuatro años después murió con solo 41 años. Más de 60.000 etíopes acudieron a su funeral.

Kerri Strug, de película

La perfección de Kerri Strug no estuvo en su ejecución, como Nadia Comaneci, sino en su heroicidad. Aquel 23 de julio de 1986 en Los Ángeles el público gritaba '¡U-S-A! ¡U-S-A!' en la última rotación de la competición por equipos. Estados Unidos estaba en el potro y Rusia, su rival, el eterno campeón, en suelo. Strug, una jovencita de 18 años pequeña y bragada, tenía que sacar una buena puntuación para amarrar la medalla de oro, pero en el primero de sus dos saltos se torció un pie en la caída.

Todo dependía del segundo, pero aquella niña estaba lesionada. En un lateral, Bela Karoly, el mismo entrenador que veinte años atrás había modelado a la gimnasta 10, levantó las manos, juntó el pulgar con el dedo gordo, y le gritó a su discípula: «Kerri, escúchame, puedes hacerlo». Strug salió corriendo, soportando el dolor, se impulsó, hizo una pirueta en el aire y clavó la caída. Una milésima después levantó el pie torcido y saludó a los jueces a la pata coja. Strug sufría un esguince de grado 3, pero Estados Unidos se proclamaba campeona olímpica por primera vez.

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