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Rocío García posa a mitad del viaje que hizo al casquete de Barnes en motonieve..
La adalid del hielo
Montañismo

La adalid del hielo

La granadina Rocío García formó parte de la primera expedición femenina que recorrió el casquete de Barnes

Sergio Yepes

Jueves, 11 de mayo 2017, 03:29

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Fue con la pretensión de «vivir una experiencia única», de «ponerme a prueba en condiciones extremas» que incluso podían haber amenazado su integridad sin salvaguardia inmediata posible. Pero sobre todo, y lo que es más importante, con la idea de «ayudar a concienciar a la población mundial sobre los efectos devastadores que está produciendo el cambio climático». Y lo cierto es que mientras incursionó entre fiordos y aristas imposibles acabó por disfrutar de una vivencia «enriquecedora», posiblemente «inigualable», de la que incluso puede arrojar un testimonio valioso ahora que se ha convertido en toda una suerte de adalid del hielo. La médica onubense de adopción granadina Rocío García (31/07/1968) tiene mucho por aportar sobre «el estado de fragilidad en el que se encuentran las zonas glaciares» porque del 1 al 18 de abril tomó parte en la primera expedición femenina de la historia al casquete polar de Barnes, en la isla canadiense de Baffin. En compañía de la famosa alpinista viguesa María Jesús Lago, y de la atleta mosense Verónica Romero, logró completar los doscientos kilómetros de que se componía una travesía en la que le resultó sencillo constatar que «hay lugares del mundo en los que no es posible la vida». Aunque también, que por el «calentamiento global se está produciendo una importante desglaciación, un recorte del espesor de las banquisas» de la región oceánica polar. Y de ahí a que le reportase una enseñanza muy especial esta aventura que acabaría elevada a la categoría de hazaña por completarse a muy bajas temperaturas -una media de -20º- y pese a la irrupción de imponderables como la enfermedad o el temporal.

La razón de que esta «apasionada de la montaña» que está casada y es madre de tres hijos acabara por integrarse en 'Mil kilómetros en el hielo' -un proyecto en el que se trata de mostrar «compromiso por la tierra»-, tiene su origen en una anterior exploración del Nepal. Coronando en el Himalaya el Island Peak, de 6.910 metros de altura, conoció al guía que la acabaría proponiendo a Lago como componente del equipo que entre idas y venidas consumiría cinco días más en el apasionante desafío recién concluido. De aquella incursión en el Asia Meridional han transcurrido ya dieciséis años. Y una intensa preparación que «duró dos» -«mis compañeras por su parte y yo, por el mío»- dio paso al desafío polar que tuvo su kilómetro cero en Clyde River. En una localidad esquimal en la costa este de la isla de Baffin desde donde fueron conducidas hasta la zona norte del casquete por los inuits que también se encargaron de recogerlas en la sur. Y todo, mientras en el punto de partida se quedaba el explorador canario José Naranjo, que es quien se encargó de «la logística» y con quien se comunicaban «cada noche para decirle cuál era nuestra posición».

Que es algo que, en principio, dependió de la capacidad de las tres valientes en arrastrar, con unos arnés en las cinturas, los cinco trineos «en los que llevábamos los víveres, nuestras ropas, la tienda de campaña, los sacos de dormir, el material de cocina, el de montaña o el combustible para hacer fuego» -en total «sesenta y cinco kilos por cabeza». Ahora bien, el avance y localización del grupo en «aquel gran mar de hielo» hasta el que quisieron trasladar su ideal también quedó condicionado por cómo se sortearon los imprevistos.

«En cuanto empezamos Chus y Vero cogieron una gripe, que llegó a ser casi bronquitis. Y se la tuvieron que curar en marcha. Pero es que en el octavo día nos pilló una tormenta, con vientos tremendos, y no nos podíamos ni mover, porque el problema era que se nos volara la tienda, que es donde dormíamos y nos metimos durante cerca de sesenta horas hasta que pasó el temporal», dice quien también recuerda cómo «las grietas heladas» o «las paredes verticales» añadieron nuevos grados de dificultad a la tarea de completar el trayecto que realizaron en esquís y que le depararía una desagradable sorpresa en las postrimerías.

«Cuando llegamos al final del casquete pensábamos que íbamos a poder bajar, pero nos encontramos con un acantilado. Así que tuvimos que explorar la cornisa hasta que encontramos una zona por la que bajamos valiéndonos de una cuerda», dice García al repasar el punto culminante de una ruta en la que sin embargo todo estaba muy bien calculado.

Agua y cola-cao

«Nos levantábamos a eso de las seis y media de la mañana, cogíamos nieve para derretirla y así preparar unos cola-caos que desayunábamos con galletas. Y a continuación ya nos poníamos en marcha» teniendo en cuenta que aunque «parábamos cada hora para tomar barritas energéticas» lo cierto es que «no nos podíamos detener más de cinco minutos» porque «corríamos el riesgo de experimentar un nuevo bajón de temperatura y helarnos». Y eso no era precisamente un cuestión baladí dado que el termómetro solía marcar «-20 grados» e incluso «-30 cuando se hacía de noche», «ya habíamos realizado la siete u ocho horas de caminata que teníamos previstas» y «parábamos a montar el campamento», que era un engorro que «nos podía llevar un par de horas» pero también un trámite indispensable para «dormir». Para así descansar, recobrar fuerzas y curiosamente también mantener a buen recaudo su cordón umbilical con la civilización.

«Llevábamos siempre encima las baterías del teléfono por satélite. Para que nos duraran el mayor tiempo posible, y no se gastaran pronto por las bajas temperaturas, nos las solíamos pegar al cuerpo, incluso cuando estábamos durmiendo. Las cuidábamos con total cariño sabiendo que con algunas nos iban a surgir problemas y que no nos iban a llegar a funcionar, o que otras iban a durarnos muy poco», explica quien se recuerda utilizándolas también «para llamar a casa». Que es algo que hizo en «dos o tres oportunidades y con una duración máxima de cuatro o cinco minutos» partiendo siempre de la base de que ni siquiera conservándolas en perfecto estado podrían haber resuelto con prontitud cualquier contingencia.

«Si a alguna le hubiera llegado a pasar algo habríamos tenido que cargarla en un trineo y arrastrado desandando nuestros pasos, porque el casquete no es controlado por ningún helicóptero. Y para penetrar en él cualquiera hubiera tenido que hacer lo mismo que nosotras antes de iniciar la expedición: cruzar con motonieves los doscientos kilómetros que nos separaban de Clyde River». Ahora bien, los riesgos los dio por bien asumidos una vez que la experiencia le reportó «satisfacción por superar las dificultades», «conocimiento de otra cultura», «admiración por la grandiosidad de la naturaleza» y «haber convivido como Chus, Vero y José, tres grandes personas».

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