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Mario Maya, en el recuerdo

Mario Maya, en el recuerdo

Se cumplen ocho años de la desaparición de un granadino ilustre, figura imprescindible del Sacromonte

JORGE FERNÁNDEZ BUSTOS

Domingo, 2 de octubre 2016, 00:14

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La vanguardia del baile flamenco en España se puede definir en los cuatro puntos cardinales, más su centro. El Norte lo coronaría Carmen Amaya, nacida en Barcelona el 1918; el Oeste Vicente Escudero, de 1888, natural de Valladolid; Antonio Gades ocuparía el Este, que vino al mundo en Elda, Alicante, en 1936; el interior es de Antonio Ruiz Soler, Antonio el bailarín Sevilla, 1921-; y el Sur sin duda es de Mario Maya, uno de los grandes hijos de nuestra tierra. Un nombre y un personaje del que deberíamos estar orgullosos, al que habría que vindicar de continuo. El sábado, 27 de septiembre del año 2008, en plena efervescencia creativa, este ser tocado con la varita del duende, de reconocida escuela, falleció en su domicilio de Sevilla. Se desarrollaba la décimo sexta Bienal de flamenco, y Mario presentaba su obra Mujeres, con Merche Esmeralda, Belén Maya y Rocío Molina.

Mario Maya Fajardo nació en Córdoba por casualidad, al igual que su hija Belén nació en Nueva York. Podríamos decir que en la ciudad de la Mezquita vio la luz, pero con dos años vino a Granada para establecer su recreo de infancia. El Sacromonte fue su tierra y su escuela, donde se impregnó de cueva y de danza, donde quiso aprender a ser lo que siempre ha sido, un bailaor flamenco. Él mismo cuenta: «Nací en el seno de una familia gitana, así que no era nada raro cantar, bailar o tocar la guitarra». Al tiempo, con creces, este gitano de raza supo devolverle a Granada el prestigio de haber sido su cuna. No quería fama, tan solo el reconocimiento de un trabajo sin tregua y una mente inquieta. Como él decía: «La fama no es más que el prestigio en calderilla».

Trinidad Maya, en 1937, en plena Guerra Civil, marchó a Córdoba en busca de un padre, para su hijo Mario, que nunca lo llegó a reconocer. En 1939 regresó al Sacromonte con los Maya, con su gente y su modus vivendi. La llamaban La Rana y dicen que bailaba y cantaba bien de manera no profesional, aunque llegó a trabajar en la cueva de La Rocío, con su sobrina Salvadora Maya Fernández. A Mario lo matricularon en las escuelas del Ave María, en la Casa Madre y, como los demás gitanillos, dedicaba sus horas al cante, al baile y a la guitarra para los turistas. Su madre lo llamaba El pie chiquitillo y le decía: «Eres muy suave para cantar, resbalas como los mantones de manila, solo vales para bailar».

Mario no tenía tacones. A los diez años, según cuenta, le compró unas botas para bailar a un chamarilero con un agujero importante en la suela que arreglaba con cartones. A los 13 años, la pintora inglesa Josette Jones le hizo un retrato al óleo, con el que obtuvo un premio de 200.000 pesetas en un concurso. Con este dinero envió al joven Mario para que estudiara danza en Madrid y se introdujera en el mundo de los tablaos.

Después de asistir dos semanas a la academia de El Estampío, en 1955, frecuentó el madrileño colmao Villa Rosa, hasta realizar unas actuaciones con Manolo Caracol y seguidamente ingresar en el cuadro del tablao Zambra, el más reputado de los locales flamencos madrileños, junto a Rosa Durán, Pericón de Cádiz, Perico el de Lunar, Rafael Romero, Juan Varea, El Culata y otros destacados intérpretes.

Desde Zambra, de 1956 a 1958, fue requerido por Pilar López «institución más allá del tiempo y de las modas» para su ballet, con el que recorrió bastantes países. En 1959 se incorpora a El Corral de la Morería, donde forma pareja con la Chunga, que debutan en el Biombo Chino de Madrid y hacen una gira por Venezuela, Cuba, Puerto Rico, Estados Unidos, Argentina y Colombia. Desde 1961 comienza su colaboración con el Festival de Música y Danza de Granada.

En Nueva York

En 1965 se traslada a Nueva York, donde toma contacto con las últimas tendencias de la danza contemporánea Nicolai, Alvin Ailey que le infieren una visión más intelectual a su concepto del baile flamenco, según sus palabras. De nuevo en España, crea con Carmen Mora y El Güito el prestigioso Trío Madrid con el que cosecha éxitos en tablaos y festivales.

De vuelta a Granada crea su propia compañía, proponiendo montajes que lo sitúan sin discusión en la vanguardia de la danza de su tiempo. Son las primeras dramaturgias escénicas de la historia, de las que han bebido el resto de bailaores y agrupaciones de baile hasta la fecha. Su primer intento de crear un nuevo teatro flamenco fue su espectáculo Ceremonial, de 1974, con libreto de Juan de Loxa, quien repetiría texto en ¡Ay!, Jondo, de 1977. En ese mismo año se estrenará la película de Tony Gatlif Corre gitano, con Mario Maya como protagonista, acompañado por Carmen Cortés, Manuel Cortés y Manuel de Paula.

Pero su primer éxito importante es Camelamos Naquerar queremos hablar, de 1976, donde, con guión de José Heredia Maya, reivindica al pueblo gitano, encontrando en la marginación de su pueblo un permanente argumento para su arte. En sus siguientes obras, con un aire más intimista, trata del amor, el sexo o la muerte. Son los años de el Amargo, de 1983; El amor brujo, de 1986; Tiempo, amor y muerte, de 1988; y Réquiem para el fin del milenio, de 1994, «posiblemente el único Réquiem que existe en el mundo del flamenco». Con estas obras Maya crece progresivamente hasta definirse como un de los grandes coreógrafos de nuestro país. En palabras de Vergillos, pasa del virtuosismo particular hasta «la expresión colectiva depurada».

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