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La Orquesta y Coro de RTVE acompañó a Prada en su homenaje a San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús.
Como un prado de esmaltadas flores

Como un prado de esmaltadas flores

Emotivo recital de Amancio Prada con la Orquesta y Coro de Radio Televisión Española

PPLL

Lunes, 27 de junio 2016, 01:35

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Es fácil parangonar el apellido Prada con los «prados. de flores esmaltadas» de los que escribió Juan de Yepes. Pero más allá del ingenuo juego de palabras, resulta patente la idoneidad del intérprete leonés para cantar a los dos poetas castellanos. Poeta y poetisa ligados a Granada, pues si uno fue prior del convento de los Mártires, a unos pasos de la Alhambra, y cantó «el ventalle de su almena», la otra reservó su último pensamiento a la ciudad a la que no puso llegar por su avanzada enfermedad, pero a la que envió a su coadjutora a fundar el Carmelo femenino reformado, última fundación todavía en vida de la santa.

Por eso Granada acogió los versos de ambos con especial emoción. Una emoción a la que no fue ajena la experiencia, el encanto y la cercanía de Amancio, acariciando su guitarra en un nostálgico recuerdo de los cantautores del siglo XX, cuando España era ilusión y Francia era la chançon. Aquella Francia que fue el embrión del concierto de anoche, cuando allá por 1981 Prada compuso las primeras músicas para Teresa, encargadas por una televisión francesa.

Una vez pactado que Prada no es tenor ni barítono, ni concertista para guitarra y orquesta, ni siquiera recitador al uso, entonces estamos dispuestos a disfrutar su medio tono entre cantante y cantautor, sin importar su ocasional distonía con la orquesta, sus puntuales desavenencias tonales, sus frecuentes desencuentros armónicos. Lo cual, lejos de emborronar la noche, nos acercan aún más al hombre de gesto vulnerado, en un tono de ingenuidad y ternura, de cordialidad y lindeza. Porque Prada pone canción y corazón en cada verso, aunque a veces no se entienda bien la letra, puede que por la megafonía no siempre aconsejable; gesto doliente, rostro de filósofo antiguo, voz más recitada que cantada, un vuelo sutil de candor encendido, fuente de fluir sereno, con apariencia de monocorde, que calma esta sed causada por tanto trajín sin espadaña, noche oscura del verso esenciero frente a noche clara de concierto y de luceros, una pasión contenida por el amor que todo lo vale y la razón que todo lo explica.

Ponerle música y dirigirla

Labor destacada la de Fernando Velázquez, que no sólo puso música a los poemarios recitados y cantados, sino que también dirigió la orquesta que leía su partitura. Una tarea difícil esta de poner música sinfónica a tanta música callada. Acordes eclécticos pero con sus escarceos hacia la modernidad, sin abandonar nunca la tonalidad. Como Amancio, en unos poemas más brillantes que en otros, pero siempre correctos aunque nunca descollando un instante sobre los demás. Si el cantautor fue de lo poco a lo mucho, de cierto desangele inicial a la apoteosis de sus dos propinas: entre Lorca y Rosalía, con el público puesto en pie para aplaudir, la orquesta y el coro se mantuvieron ecuánimes y sin un punto de cansancio.

Es la segunda vez que la Orquesta y Coro de Radiotelevisión Española interviene en este Festival. Y no será la última. Se nota que los cincuenta y un años le sientan bien. Una orquesta que de hecho es la residente de este Festival y que si bien se lee su mensaje puede servir para, como se dice ahora, que se ponga las pilas quien corresponda. A destacar Miguel Borrego como concertino con instantes bellísimos en sordina, seguido de su compañera del chelo.

Pero es el coro el que merece especial mención: sentado, dócil, discreto, precioso. Sin aspavientos ni melosidades que podrían ser tópico para Juan y Teresa, sin liturgias ni éxtasis a los que podría propender la mística hecha música. Lo más equilibrado de la noche.

Música taimada a veces, quebrada otras. Una fuente de la que manan verso y música rozando casi la irrealidad. Conjunción del renglón que canta y el pentagrama que reviste, «limpia anchura donde Dios se siente». Nunca agradeceremos suficiente a Juan y a Teresa que sus desasosiegos y mudanzas preñasen aquellos versos que tanto bien hoy nos siguen haciendo. Eduardo Marquina lo colocó en boca de la Santa, cuando la hizo decir en su precioso drama: «¡Menos mal que unas poquitas palabras mías aun quedan...!»

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