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La Casa del Acantilado, en la urbanización Costa Aguilera de Salobreña, destaca por su original diseño a base de curvas y zinc.
Con vistas al mar y piel de dragón

Con vistas al mar y piel de dragón

Salobreña encuentra en la Casa del Acantilado su construcción más sorprendente

Javier García Martín

Martes, 19 de enero 2016, 01:43

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Para la mayoría de los mortales, eso de imaginarse la vida con un salón de 150 metros cuadrados que, desde las entrañas de un acantilado mediterráneo, permita contemplar a diario y a través de una inmensa pared de cristal el mar en todos sus momentos (coqueto cuando amanece, brillante a mediodía, armonioso con el crepúsculo o furioso de lluvia y viento y siempre lleno de misterios y memoria bajo la luna) sólo puede tener un nombre: fantasear.

La mayoría de los mortales, también los de la Costa Tropical, reside hoy por hoy en edificios de esos que los fundadores del joven estudio madrileño GilBartolomé definen como hijos de una «cultura arquitectónica de baja exigencia y resignación por parte del usuario», una cultura que ha dominado el país a ritmo de ladrillo y pelotazo urbanístico.

Contra ella, los responsables de esa firma han dado su peculiar «golpe sobre la mesa» -así definen su plateada creación- levantando una residencia altermundista en pleno litoral salobreñero que deslumbra a los patrones de los barcos de cabotaje de la zona. Futurista y de factura artesanal, la Casa del Acantilado, como ha sido bautizada, muestra su exclusivo perfil sobre las pedregosas lomas de la urbanización Costa Aguilera, un escaparate abierto al mar repleto de chalés de bien, aunque ninguno tan llamativo. Su sorprendente imagen es invisible, sin embargo, a los ojos de los conductores que circulan por la nacional 340 a sólo unos metros de la puerta de entrada. El perfil inclinado del inmueble hace las veces de traje de camuflaje.

Dos plantas y piscina

«Está diseñada como una vivienda familiar para pasar temporadas a modo de segunda residencia», señala a IDEAL el arquitecto Jaime Bartolomé, formado entre Madrid y Londres, igual que su compañero de firma, Pablo Gil. El hogar, compuesto por dos plantas amén del gran salón aterrazado, piscina a pie de sofá, chimenea y muebles únicos, es encargo de una joven pareja de la capital de profesionales liberales, anónimos y reacios a los medios, pese a todo. Los hacedores del proyecto sostienen que el conjunto es menos caro de lo que parece, aunque está claro que la del acantilado, con su diseño «para el disfrute de la buena vida», no es definitivamente una casa al alcance de ese mencionado común de mortales.

«Los clientes apostaron por promover una vivienda en una difícil parcela de 42 grados de inclinación», explican los arquitectos. El reto, integrarla en el paisaje y hacerla confortable, sólo era posible excavando la tierra para encajarla. Esto ofrece al interior, prácticamente acabado hoy, una temperatura constante de 20 grados que mana directamente del subsuelo de la ladera. La otra pata de esa misión, el recubrimiento -una «calculada ambigüedad entre lo natural y lo artificial»-, ha hecho el resto del trabajo otorgando carisma al plano.

La 'vivienda-teatro' -su salón con vistas al escenario marino puede llegar a funcionar como un auditorio para 70 invitados, según los ideólogos- descansa bajo una cubierta realizada con un sistema de encofrado de mallas metálicas deformables cubiertas por escamas de zinc. La decisión de realizar artesanalmente el conjunto, que los más románticos comparan con la piel de un dragón o con un remolino de espuma de mar, ha permitido reducir los costes frente a opciones más estandarizadas.

Los arquitectos venden así que el de esta casa es un ejemplo de las posibilidades que ofrece escapar de los «productos y procesos industrializados» y apoyarse en las manos de profesionales de la construcción y otras disciplinas cercanas. Todo, aseguran, para poblar el suelo de arquitecturas «volcadas en el disfrute, cultas, bellas y vanguardistas».

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