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Vista panorámica de la playa del Sotillo.
La floración multicolor de las sombrillas al viento

La floración multicolor de las sombrillas al viento

La construcción de espigones ha evitado que esta zona del litoral se quedara sin lugar para el baño

ANDRÉS CÁRDENAS

Sábado, 16 de agosto 2014, 00:46

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El otro día presenté a Carlos Marzal en un acto literario celebrado en La Najarra, un acogedor palacete que hay en Almuñécar. Carlos es un buen poeta, pero para mí es mejor prosista, aunque él no lo sepa. Bueno, el caso es que estuvimos hablando de todo un poco y hablamos también de playas. Carlos está convencido de que hay que trabajar con empeño al servicio de nuestros sentidos para diseñar un día perfecto en una playa. Durante agosto, a pesar de la niebla y el agua fría, el clima de la ciudad constituye una invitación para que todo hombre sensato la abandone. Según él, hay que levantarse tarde y sin complejos de culpa porque el ocio ganado es uno de los principales derechos de la inteligencia. Hay que desayunar ligero a una hora indecorosa y después elegir una playa para darse un baño, para pasear por la orilla a contar olas o inventariar sujetos terrestres apetecibles. Quien busque en la Costra Tropical cocoteros y extensiones desiertas que se marche al Caribe. Marzal lo tiene claro, los hiperestésicos de la arena solitaria no tienen nada que hacer aquí. Estas son las playas para el plebiscito de los cuerpos, para la alegría sufragista, con la floración multicolor de las sombrillas al viento, con los alaridos infantiles que celebran el simple hecho de estar vivo, con la presencia, bajo el sol notarial, de una representación abundante de lo humano. «La playa mediterránea es el gran invento democrático de la naturaleza, que no sabe nada de democracia. Hay que ungirse en sus aguas tibias con el mismo espíritu purificador con el que los peregrinos hacen sus abluciones en el Ganges», dice mi amigo poeta.

Pensado en diseñar un día perfecto de playa, salgo de La Herradura con dirección a Castell de Ferro. Allí la playa se llama Sotillos, pero eso poca gente lo sabe. Viene conmigo Juan Ortiz, que estuvo muchos años trabajando de fotógrafo en este periódico que usted, querido lector, tiene ahora mismo en las manos. Si encima uno va a la playa con viejos amigos, mejor que mejor. A Juan se le acabó la vida laboral pero no las ganas de hacer buenas fotografías.

-Mientras tú te bañas, yo hago fotos por el lugar. A mí la playa. como que no -me dice.

Un 'levantazo'

Ya saben ustedes que si quiere uno evitar el fastidio de los semáforos de Torrenueva está la posibilidad de tomar un trozo de autovía que desemboca cerca de Calahonda. Y desde allí seguir la nacional hacia Almería hasta llegar a Castell de Ferro, que es la playa de la que me toca hablar hoy. Al llegar vemos que hay un levante impresionante, «un levantazo», que dicen los lugareños. La playa, aunque hay gente, está más vacía de lo normal. Los chiringuiteros le temen principalmente a dos cosas. La primera es que haya poniente o levante, y segunda que la playa se llene de hordas familiares de las que plantan la jaima en la arena.

-Es que esos se traen la comida y la bebida y se gastan menos que Jordi Pujol en cafés -me contó hace poco un camarero de Almuñécar.

Un poco más tarde de mi llegada comienza el trasiego hacia la playa. La gente viene a la costa a tumbarse al lado del mar y ni la niebla ni los vientos le pueden hacer cambiar de opinión. Hay que aprovechar los días. Los presuntos bañistas van ligeros de ropa porque en verano la carne parece que recupera su paraíso perdido y cuando comprueba que la desnudez, aún parcial, nos enlaza con un tiempo libre de compromisos con las convenciones. En la playa perdemos ese pudor atávico que nos ataca en otras épocas del año y la inhibición se deshace como la arena cuando llevamos un poco tiempo tendidos al sol.

Le pregunto a una bañista si el aire lleva mucho tiempo y me dice que es el segundo día. La bañista se llama Otilia, es de Granada y lleva cuarenta años veraneando en Castell. Me explica que el agua está demasiado fría, lo que hace que desista que yo me ponga el bañador y decida irme con Juan a echar fotos. Luego me da su opinión sobre la playa.

-Esto es ya demasiado tranquilo. Antes, yo me acuerdo, había mucha más vida que ahora. La gente de aquí no hace nada por mejorar el turismo porque prefiere dedicarse a los invernaderos.

También hablo a pie de playa con Roberto y Encarni, dos amigos que vienen con sus respectivos hijos de la playa. El aire ha hecho que recogieran los bártulos y regresar antes de tiempo. Roberto es profesor que trabaja allí en el pueblo.

-Ya que tengo casa aquí. ¿qué mejor sitio voy a encontrar para veranear que este?

Encarni suele pasar el verano en Castell desde hace cinco años y se muestra reivindicativa cuando exclama:

-Tengo la impresión de que los del pueblo no quieren saber nada de la playa. Viven como de espaldas a ella. Por eso los veraneantes aquí, por lo general, están muy descontentos con los servicios que ofrece Castell. Faltan pasarelas, faltan duchas. faltan muchas cosas.

Por faltar, a los chicos de Protección Civil les falta la bandera morada que especifica que hay medusas. Eso dice Celedonio, uno de los que se encarga de la caseta desde donde vigilan a los bañistas.

-No tenemos esa bandera. Cuando hay medusas tenemos una hinchable que ponemos encima de la caseta. Así se entera la gente.

La playa de Castell siempre ha sido una de las más castigadas por el viento. Gracias a espigones que se han hecho se han podido salvar algunas zonas para el baño. Ahora y desde arriba, la playa su perfil se parece al borde de una tela amplia pegada con chinchetas alternativas en la pared. Compruebo que el viento arrecia cuando tengo que correr por tercera vez detrás del sombrero. Es entonces cuando decido que ya está bien de viento y que ha llegado la hora de la tapa y de la cerveza. Antes, cuando un motrileño quería escaparse de la monotonía del pueblo, decía que iba a Granada a resolver un asunto de cañas, pues casi todos los agricultores de entonces se dedicaban al cultivo de la caña de azúcar. Juan y yo, visto lo visto, nos vamos a resolver un asunto de cañas, pero al bar más próximo. Nada ha inventado el hombre que haya proporcionado a la humanidad tanta cantidad de alegría como las tabernas, dijo un tal Johnson. Y no hay mejor antídoto contra el poniente o el levante que una cerveza en un bar, digo yo.

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