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La Abadía, paraje natural

La Abadía, paraje natural

Merche S. Calle

Viernes, 12 de febrero 2016, 01:52

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El sol entra tangencial desde el este y produce extraños reflejos entre las flores blancas y rosadas de los almendros, ilumina las laderas aterrazadas del Monte Sacro. Comienza su periplo diario hacia el oeste, que en invierno alimenta la solana de Valparaíso y mantiene la oscuridad en las umbrías de la colina de la Sabika, al otro lado del Darro. Con los primeros rayos de luz, el sonido de las aves forestales, herrerillos, carboneros y pinzones se hace omnipresente entre los árboles y matorrales que rodean uno de los lugares donde se dan cita siglos de historia y el misterio de la unidad inconclusa de las culturas árabe, judía y cristiana, la Abadía del Sacromonte, el centro neurálgico de un territorio que concentra valores geológicos, biológicos, paisajísticos y antropológicos que le convierten en un singular espacio que los responsables de la protección del medio natural deberían tener en cuenta para considerarlo como el tercer parque periurbano de la provincia de Granada, e incrementar el catálogo de espacios que ya poseen esta calificación de protección: las dehesas del Generalife y Santa Fe.

Cada año, el primer domingo de febrero, los granadinos confluyen en los cerros de la Abadía, en las terrazas de la subida al complejo religioso para festejar al patrón de Granada, San Cecilio, visitar las cuevas donde aparecieron sus supuestos restos, los libros plúmbeos, donde se escribieron los preceptos de una pretendida religión que conjugada axiomas de los tres credos, que tras la caída del reino nazarí, convivían en Granada. Centenares de personas que durante una jornada disfrutan de uno de los parajes donde la historia y la naturaleza se dan la mano a solo media hora del centro de la ciudad.

La Abadía, construida en la primera década del siglo XVII, ocupa el lugar donde se descubrieron los restos martirizados de San Cecilio, discípulo del apóstol Santiago y los santos Hiscio y Tesifón, que certificaban la cristiandad del Reino de Granada en el siglo primero. Fue levantada sobre espacios de vegetación de ribera, donde las laderas de Valparaíso caían desde las pedanías de El Fargue hacia el cauce del río Darro, frente al cerro del Sol. Era un territorio de monte bajo, de matorral y encinas, con las típicas arboledas ribereñas que aún se conservan en las cercanías del río. Ahora, tras décadas de antropización aún se mantiene parte de la riqueza natural de un espacio que se extiende desde el final del barrio del Sacromonte hacia el este, hasta el antiguo camino de Beas, en una línea que linda en su parte más baja con el cauce del Darro y asciende hacia el noreste hasta llegar a la carretera que en el alto Albaicín, desde Haza Grande, discurre hacia El Fargue.

Bosquetes de repoblación, con pinares y eucalíptos que el tiempo ha naturalizado, árboles frutales en su mayoría asilvestrados, algunos con sus orígenes en la época nazarí, como almendros, moreras y granados, forman la cubierta vegetal del entorno de la Abadía, sobre todo en las zonas más altas, donde se encaraman en las mesetas horadadas por múltiples barrancos que recogen las aguas de los montes y las canalizan hacia el fondo del valle. El matorral mediterráneo cubre las laderas, con plantas aromáticas: tomillos, romeros, lavandas, salvias, mejorana, laureles en las vaguadas más umbrías y otras muchas especies asociadas a ecosistemas semiáridos, como las jaras.

En los accesos del complejo sacromontano, en las cuestas jalonadas por 13 cruces erigidas por los fieles granadinos desde finales del siglo XVI tras el hallazgo de las reliquias, es posible observar huellas de depredadores nocturnos, zorros, tejones, jinetas y algún solitario y escaso gato montés, que junto a pequeños grupos de jabalíes recorren los barrancos y colinas cada vez más cerca de los dominios de la ciudad. Durante el día, la sorpresa viene dada por la imagen de ardillas que no temen la presencia humana, y bandadas de aves insectívoras y granívoras, como pinzones, que en invierno se adueñan de las sendas y las arboledas y buscan comida entre las hojas caídas de los almeces, donde encuentran las sabrosas almecinas. En los árboles más altos, se posan palomas torcaces y tórtolas que acompañan la ascensión con sus reiterativos cantos, que se unen al de bandadas de palomas bravías, la habitual en la ciudad, que anidan en los huecos de las paredes y techumbres de la Abadía.

Desde los pinares situados sobre las cuevas de los mártires, llega un sonido rasgado, más suave y corto que el de las urracas. Precede la presencia de una pequeña bandada de rabilargos, una bellísima ave de colores azulados, negros y grisáceos, habitual en la zona occidental de Andalucía que poco a poco conquista territorios orientales, sobre todo cercanos a las ciudades.

Los accesos están marcados por densas franjas de pitas y chumberas, especies que eran plantadas como elementos persuasivos y defensivos, no solo de enemigos sino para evitar el paso de lo que en su momento se consideraban alimañas. Junto a ellas, filas de cipreses, el árbol que mira al cielo, que forma parte indiscutible del paisaje de este espacio desde el que, hacia el este, se divisa el valle del Darro, siempre cubierto de brumas y la oscuridad de las umbrías del cerro del Sol. Abajo, en las vaguadas, alamedas, fresnedas, alisos, sauces y matorral ribereño.

La tierra es amarilla y roja. Es la singularidad geológica de los montes de Valparaíso. Son arcillas y margas que poseen denominación de origen y los científicos llaman Conglomerados Alhambra, tierras de aluvión en las que abundan los cantos rodados, fósiles de cuando el mar llegaba hasta más allá de Granada. Arcillas que permiten la construcción de viviendas trogloditas, las clásicas cuevas sacromontanas en las laderas. Muy cerca, al otro lado del valle, entre el cauce del Darro y las cárcavas de Cenes, está el paraíso del oro, un espacio en el que es posible aún encontrar pepitas auríferas y que fue explotado por romanos, árabes y cristianos. Bajo la Abadía, entre las orillas del Darro, hasta hace solo unas décadas, era posible ver a buscadores de oro que cribaban las arenas para descubrir el brillo del metal más preciado.

Es un territorio situado al este del Sacromonte, en las inmediaciones de la ciudad, donde terminaban los arrabales de la ciudad nazarí, un espacio que debe formar parte del patrimonio natural reconocido de Granada, y que en un futuro próximo puede ser el destino de las sendas que desde los Tristes, por el Avellano, unirán naturaleza e historia.

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