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Yo hice botellón (y tus padres, también)
opinión

Yo hice botellón (y tus padres, también)

Entonces, ¿cuál es el problema con el botellódromo? ¿Por qué no somos capaces de verlo con buenos ojos?

José E. Cabrero

Domingo, 4 de octubre 2015, 11:38

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Pese a que digan que el alcohol nubla la memoria, recuerdo aquellas noches perfectamente. Solían empezar en un corro, relativamente disimulado en una plaza concurrida, junto al chino de turno. Juanma (no hay pandilla sin un Juanma) pasaba lista y calculaba el dinero que cada participante debía aportar para comprar las botellas. Acto seguido, rascábamos los bolsillos y soltábamos la guita con algún que otro encargo más para Luis (y Luises, también tiene que haber uno), que era el que entraba a la tienda y pedía, con un desparpajo innecesario pero terriblemente carismático, el pack de la noche: "Una de vodka, otra de ron, una litrona, una fanta de limón y una coca cola. Y para los niños tres bolsas de pipas y una de panojitos, por favor".

Después nos íbamos a nuestro sitio. A nuestra plaza. Que era nuestra porque era donde siempre íbamos. Nosotros y algunos conocidos más, otras pandillas que nos rondaban como satélites de nuestra adolescencia -supongo que nosotros también fuimos sus satélites-. Luego nos sentábamos en los bancos y Carlos (ah, qué haríamos sin los Carlos: son fundamentales) se ofrecía a llenar los vasos de hielo y a poner la primera copa. Y ya está. A beber.

A beber y a reír. Reíamos como si acabáramos de aprender, como si cada carcajada fuera motivo suficiente para soltar una más. Una alegría contagiosa que no estaba exenta de las más serias confesiones. Algunas noches, Rodrigo (los Rodrigos, en el fondo, son el corazón de las pandillas) relataba su último romance fallido o la discusión que había tenido con sus padres, minutos antes de salir a la calle. Sus palabras solían provocar un círculo de confianza, en plan 'El club de los poetas muertos', que impulsaba a Juanma, a Luis a Carlos y a todos los demás a seguir su ejemplo y a contar lo que nos preocupaba. Luego brindábamos por la vida que nos había tocado vivir y volvíamos a reír como jabatos.

A veces, esos grupos satélites de los que antes hablábamos se convertían en el centro absoluto de la noche. Cruces de miradas, algún que otro tonteo y un paseo hasta su rincón para preguntarles si tenían hielo. Nosotros, por supuesto, teníamos hielo de sobra para construir un iglú, pero era la excusa perfecta para plantar dos besos, soltar alguna tontería y, si había suerte, juntar los grupos con la esperanza de que alguien consiguiera ligar. El éxito de uno, el éxito de todos.

Después nos íbamos a un pub, a bailar y a saltar y a gastar energías que recuperaríamos más tarde con un shawarma o, si se daba bien la noche, con un delicioso especial del 'Castilla'. Y, al volver a casa, escogíamos la ruta más larga posible para rebajar la borrachera y disimular mejor el mareo -o eso nos gustaba creer- ante un posible encontronazo con los padres en mitad del pasillo.

Qué risa pensar ahora en ellos, los padres, fingiendo que no se habían dado cuenta de que íbamos borrachos. Me los imagino volviendo a la cama, con la sonrisa tapada, pensando en la de veces que ellos llegaron a casa igual, después de un botellón. O de un guateque. O de lo que quiera que fuese aquello que hacían con sus amigos alrededor de unas botellas...

Mis noches de botellón eran preciosas.

Y no me arrepiento de ninguna de ellas.

Digo más: se las deseo a todas las personas que quiero que aún están por nacer. Deseo que nos crucemos por el pasillo y finjamos que nunca salimos a beber. Porque no es algo bueno. Pero es algo que todos hemos hecho. Que hemos querido hacer. Que volveríamos a hacer con los ojos cerrados, con los amigos de siempre.

Sin embargo, cuando miro al botellódromo a los ojos no consigo aguantarle la mirada. Me avergüenza. Me apena. A veces, incluso, me repugna. ¿Cuál es el problema si eso que hacen los jóvenes es lo mismo que hemos hecho todos antes? Creo que hay dos razones fundamentales:

Primera. El botellódromo no es sinónimo de reunirse con los amigos para tomar algo y charlar. Es un redil. Una 'plaza' carente de personalidad. Un lugar cuyo último fin es beber. Beber por beber. Porque por mucho que los participantes crean que van a echar un rato con los amigos, lo cierto es que el botellódromo, la idea fundamental del botellódromo, es que es un santuario del beber. Convirtiendo 'beber' en el protagonista de la noche. En la excusa para salir de casa. En el motivo de los cánticos que se entonan con orgullo: Alcohol, alcohol, alcohol, alcohol, alcohol, hemos venido, a emborracharnos, lo demás nos da igual. Es cierto que es mucho más cómodo concentrar a todos los jóvenes en un mismo sitio, más limpio para el resto de la ciudad, supongo. Pero antes (y hablo de mi generación y de la de mis padres y de la de todos los anteriores), sin embargo, cada rincón tenía su personalidad. Y su razón de ser. El botellódromo está pensado para el selfie y no para la foto de amigos. Está pensado para la primavera y no para la música. Esa suciedad no se limpia con fregonas.

Segunda. El hecho de que exista un lugar para beber lo convierte en algo aceptable. En algo 'legal'. Ya sé que es un poco incongruente, pero antes éramos conscientes de que estábamos haciendo algo 'alegal', incluso malo, y que, por tanto, debíamos limpiar nuestras huellas. Ser cuidadosos con los bancos, con el mobiliario. Antes de irnos al pub, recogíamos las botellas y lo tirábamos todo a la basura. Era un código de honor parecido al de la tripulación de un barco pirata: era nuestra calle (no todos, claro, siempre habrá perros malnacidos sin honor). Porque sí, admitámoslo: todos hemos sido jóvenes y hemos querido ser rebeldes. Beber en la calle es parte de ese ritual. Y creo que, irónicamente, crear un espacio para ello es contraproducente.

¿No quieren que los jóvenes beban en la calle? Esa guerra la vamos a perder. Siempre.

¿Quieren que los jóvenes desarrollen su propio criterio? No creen sitios para beber. No hay ningún tipo de honor en ese barco.

Por cierto. Por supuesto que hay jóvenes que van al botellódromo y no son así, parte de la masa, gente sin criterio; gente que no centra su ocio en el botellón por el botellón. No hay duda. Pero ellos, en el fondo, también se dan cuenta de que hay algo que no funciona. Algo que chirría. ¿Verdad?

El botellón era la excusa, no el fin. Que exista un lugar determinado, un botellódromo, lo convierte en fin. Y que todos los fines de semana, pr norma, la fiesta sea esa... Es triste.

Replanteemos el tema: si todos hemos hecho botellón -o como fuera que lo llamásemos- y lo volveríamos a hacer, ¿qué falla con el botellódromo? ¿Por qué fluye esa sensación de que lo que hay ahora no es aceptable y lo que había antes sí?

Puede que sea porque nos hacemos viejos.

O puede, tal vez, que sea porque no seamos capaces de imaginar el botellódromo como el sitio de nadie. De ninguna pandilla. De ningún recuerdo que merezca la pena.

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