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Autógnomos

Emprender como una hazaña genética, una voluntad silenciosa que empuja a unos cuantos a hacer lo que el resto no nos atrevemos

JOSÉ E. CABRERO

Martes, 22 de septiembre 2015, 00:34

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Un gen es un sonido silencioso. Como la hache de la palabra 'hache' o la 'g', de Granada, en gnomo. Decía José Antonio Lorente, catedrático de la UGR, que emprender en su familia era algo genético. Que su padre y su abuelo y los padres de su abuelo, siempre tuvieron la necesidad de construir nuevas retos más allá de sus carreras profesionales. Así que mientras continuaban con sus vidas como médicos o ingenieros o abogados, montaban empresas que daban trabajo a otros tantos, provocando una corriente de enriquecimiento global.

Imaginen un mapa del mundo que nos mostrara la evolución del ser humano a lo largo de los siglos. Cada idea, cada hito esencial, sería un punto rojo que generaría una onda expansiva por el resto del globo: la rueda, el motor, el váter, la primera vacuna, la cámara de los Lumiere, la Nintendo... Puntos rojos que revolucionaron la vida tal y como la entendíamos hasta crear un nuevo paradigma del significado de ser humano. Detrás de cada punto rojo no había ningún genio. Había un autónomo. O un emprendedor. O un empresario. Lo mismo da: valientes.

La diferencia entre el genio que tiene ideas brillantes y el autónomo, es que el autónomo tiene los huevos y los ovarios -genéticamente hablando- de hacerlas realidad. Aceptémoslo: el autónomo nace de una voluntad silenciosa que late innata. Y no todo el mundo puede encender esa chispa. Por eso, precisamente por eso, debemos cuidarles. Apoyarles. Aplaudirles. Exigirles cada día más. Porque ellos son, de una manera tan filosófica como científica, la unidad de medida de la especie.

Y no todos los puntos del mapa son grandes y rojos. Los hay menos grandes y menos rojos, pero todos provocan su particular reacción en cadena. Un taller de mecánica, una academia de inglés, un estudio de arquitectura, un ilustrador, un diseñador de juguetes, un escritor, un organizador de eventos, un frutero, un hostelero... Personas cuya presencia es esencial en el proceso evolutivo.

Sin embargo, por más que coincidamos en ensalzar y alabar el nacimiento de nuevos emprendedores, seguimos empeñados en tocarles los huevos y los ovarios -físicamente hablando-. Estoy seguro de que todos han visto un buen puñado de gráficas en las que se muestra la vergonzosa comparación a la hora de crear una empresa en España y en el resto de Europa. Hacerte autónomo aquí supone meses de papeleo y una tasa mensual superior a los 200 euros. En Reino Unido, por ejemplo, es cuestión de media hora y un pago de 80 libras.

¿Cómo es posible que sea tan jodidamente complicado invertir en nuestro futuro como país? ¿Si todos lo vemos claro, por qué lo seguimos permitiendo? ¿Quién comprende por qué alguien que acaba de empezar y, obviamente, aún no tiene beneficios, deba pagar casi 300 euros al mes porque sí? ¿A quién beneficia que sea tan ridículamente enrevesado y poco apetecible emprender en España?

Y, pese a todo, ahí siguen. Arriesgándolo todo.

Cuando se habla de emprender se tiende a subrayar el riesgo económico de los autónomos. Y hay otro riesgo, más palpable para los ignorantes que, como yo, no sabemos de números pero percibimos lo que sucede a nuestro alrededor: el riesgo emocional. La persona que apuesta por su proyecto se juega su tiempo y su dinero, pero también se carga con una pesada mochila de dificultades personales. Piensen en él o en ella. En ese amigo que un lunes les dijo que quería montar algo y que, poco a poco, su empresa terminó empapando su vida. Y viceversa. Gente sencilla que aspira a más; que quiere más; que puede más. Esa gente capaz de sortear miles de trabas cada día y, al caer la noche, salir a tomarse una cerveza con los amigos. ¿No merecen una administración más sencilla? ¿No deberíamos, entre todos, facilitarles la tarea?

Porque no, insisto, no todos podemos ser emprendedores. No todos tenemos ese gen. Y les necesitamos.

Alejandro Cremades, director de OveVest, asegura que en Estados Unidos ven a los emprendedores como superhéroes. Creo que en España no es así. Los que no lo somos tendemos a mirar al que se define como 'empresario' como un ricachón con suerte. Como un gigante que vive entre algodones sobre una habichuela mágica. Decir en España que eres emprendedor suena presuntuoso y chulesco. Cuánto ignorante: la chulería no depende de ser o no emprendedor, depende de la imbecilidad. Y de eso no nos libramos ningún humano, es congénito en toda la especie.

Un profesor de Economía me explicó en la Facultad que un emprendedor es un peón más en el tablero. O sea, la ficha más pequeña de todas. Pero es ese peón que, al final de la partida, puede llegar a ser reina. ¿Lo ven? ¿Ven la tragedia del riesgo? ¿Y el éxtasis del triunfo? Morir como uno más o conquistar el castillo. Puede llegar a ser reina.

Uno más. ¿Es el emprendedor 'uno más'? Sí, por supuesto. No se trata de ser mejores ni peores. Se trata de cumplir con nuestro lugar en el mundo. Con lo que llevamos dentro. Con la vocación. Y ellos llevan un gen grabado en lo más profundo de su nombre. Una mutación genética y silenciosa que escribimos 'autónomos' y pronunciamos 'autógnomos', con una silenciosa 'g' de Granada: pequeños, pero siete veces más fuertes que tú.

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