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Juan Enrique Gómez
Sábado, 27 de diciembre 2014, 00:42
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Las largas y finas ramas de los sauces, desnudas en invierno, caen sobre las aguas rápidas y frías del río Genil. Intentan ocultar las piedras de pizarra que forman los gruesos muros de una atractiva construcción de carácter alpino. Es la penúltima estación del tranvía que hace casi siete décadas abrió la principal vía de acceso a la alta montaña nevadense y que hace ahora 40 años que cerró sus puertas y quedó a la espera de un nuevo tiempo, de un renacer que parece llegar con su reencarnación en espacio turístico. Permanece junto a la ribera, rodeada de vegetación, como cruce de caminos, confluencia de viejas veredas recuperadas que se adentran en los secretos de Sierra Nevada.
Es un espacio que llama a las puertas de las viejas historias de la montaña, de tiempos en los que aún había mineros y arrieros que desde aquí ascendían hasta las minas de la Estrella, aguas arriba del Genil, y hacia el Dornajo y los castañares de Güéjar por el camino que, tras cruzar el cauce y encontrarse con la estación, sube hacia la primitiva carretera de la Sierra. Ahora, es cobijo de sensaciones y leyendas, el lugar donde la imaginación permite observar a los viajeros que desde 1947 llegaban a bordo de vagones de tracción eléctrica cargados de mochilas, cayaos, piolets e ilusiones, dispuestos a una larga caminata para desvelar los misterios del Guarnón, que fluye desde el glaciar del Veleta, y sentirse pequeño ante la magnitud de la cara Norte del Mulhacén.
Formaba parte de la primera conexión mecánica abierta entre la ciudad y la Sierra, del tranvía que el Duque de San Pedro de Galatino comenzó a construir en 1921 y que tuvo su ampliación en 1947 con el tramo entre Maitena, Charcón y San Juan.
Continúa flanqueada por grandes cipreses y un enorme cedro. Junto a sus muros discurre el agua de la alta montaña, el fruto del deshielo que alimentó los acuíferos nevadenses y fluye sin fin, para dar vida a un ecosistema de ribera que se conserva en toda su plenitud a pesar de la influencia humana de su entorno.
Álamos, sauces, zarzamoras, clemátides de flor blanca, pequeñísimos 'nomeolvides' de flores azules, colas de caballo junto al agua, fresnos e higueras que en verano tiñen de verde un paisaje de ensueño, que se viste de amarillo y rojo en el otoño y sugiere una imagen para recordar al terminar el año.
Merece la pena dejarse atrapar por las sensaciones que trasmite la estación que acogió los pasos de ida y vuelta de montañeros hasta que el 19 de enero de 1974 vio llegar y marcharse el último tranvía.
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