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Vista general de la 'Gabriel de Castilla', con sus peculiares iglúes de almacenaje a la derecha.
Verano en Decepción
SOCIEDAD

Verano en Decepción

La Antártida es un continente de hermosura casi inconcebible, pero su clima extremo obliga a andarse con cuidado. «Es un lugar serio que hace pagar los errores. Siempre genera un riesgo»

CARLOS BENITO

Lunes, 25 de enero 2010, 05:18

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La isla Decepción no responde a su nombre. Dice la leyenda que la bautizaron así porque, creyendo que era un escondite de tesoros piratas, se tuvieron que conformar con nieve, ceniza volcánica y ejércitos de pingüinos. Pero las decepciones dependen de las expectativas, y quienes visitan la isla hoy en día se sienten sobrecogidos por una naturaleza que invariablemente supera lo que imaginaban. Este pedazo de tierra, perteneciente al archipiélago de las Shetland del Sur, es un escenario de brutales contrastes cromáticos, fauna amigable y soledad casi metafísica. «Se trata de un lugar muy hermoso», resume José Gonzálvez Vallés, comandante de la base 'Gabriel de Castilla', asentamiento antártico del Ejército de Tierra que acaba de cumplir veinte años.

La verdad es que resulta difícil evitar los excesos líricos al hablar del paisaje. Decepción tiene forma de herradura, con un puerto natural al que se accede por los Fuelles de Neptuno, un estrecho de altas paredes rocosas del que el viento arranca extraños sonidos, como si fuese un colosal tubo de órgano. La isla es un volcán activo cuya última erupción se registró en 1970, y esta peculiaridad salpica el paisaje de detalles casi mágicos: las fumarolas que brotan en medio de la gélida desolación, el cráter inundado de 180 metros de profundidad, el glaciar rojo, las verdosas lagunas termales y, en general, la nítida frontera entre el blanco del hielo y el negro de las cenizas, un límite que se va desplazando según la estación del año. «Es una pasada. Tenemos un ventanal en el salón que te atrapa: mires lo que mires, te sorprende», se asombra la cabo Almudena Sierro, una salmantina de 29 años que debuta en la Antártida.

La contrapartida, claro, es el frío. En Decepción los termómetros engañan: ahora mismo, en pleno verano austral, no descienden más allá de los quince grados bajo cero, pero los vientos de 85 kilómetros por hora pueden producir una sensación térmica por debajo de los cuarenta. «Esto hace muy difíciles las condiciones en el exterior. Se ralentizan los trabajos, las ideas y las ganas de salir. En días así, que no son una excepción ni mucho menos, pagarías por quedarte en la cama y hay que extremar las precauciones en aspectos básicos», explica el comandante. La misión de este año, que llegó a mediados de noviembre, ha afrontado unas condiciones meteorológicas muy duras, con temporales persistentes y varios metros de nieve en torno a la base. «Como dice nuestro comandante médico, hasta hace muy poco parecía que habíamos venido a hacer un curso de paleado», bromea Gonzálvez Vallés, un experto en alta montaña que cuenta en su currículum con un curso de guerra invernal en Noruega. El año pasado no vieron casi nada de blanco y, en cambio, hace dos casi se ahogan en nieve, como nosotros. Pero eso ya pasó y ahora estamos navegando la mayor parte de los días».

La principal tarea de los militares en este paraje remoto consiste en garantizar la seguridad de los científicos que se alojan en la base. Les acompañan en todos sus desplazamientos, tanto a pie como en las cuatro lanchas neumáticas, y vigilan sus inmersiones en un mar que no sobrepasa el grado de temperatura. «Éste es un lugar serio, que da la sensación de hacer pagar rápidamente los errores que se cometen, tanto los medioambientales como los de planeamiento y ejecución. Siempre genera un riesgo», comenta el comandante veterinario José Luis Arceiz, de Zaragoza, otro de los miembros de la misión que están viviendo su primera experiencia antártica. La 'Gabriel de Castilla' acoge ahora mismo a diez militares y seis científicos, dedicados fundamentalmente a estudios de vulcanología, pero antes de Navidad llegaron a juntarse 26 personas, con investigadores de España, Bolivia, Alemania, Japón, Portugal, Argentina y Chile. Manda la tradición que en el mástil ondeen las banderas de todas las nacionalidades con representación en la base, como una turbulencia de color sobre el severo blanco y negro de la isla.

La jornada arranca a las nueve, ya que este año han retrasado la diana para sincronizarse un poco mejor con España, donde en ese momento son las once. «Eso siempre facilita estar más coordinados y que los científicos no se congelen por las bajísimas temperaturas del amanecer», justifica el comandante. Tras el desayuno, los militares se reparten entre las labores de mantenimiento y las salidas con investigadores. La comida es un agradecido paréntesis -hoy tocan gambas al ajillo y merluza rellena- y la cabo Sierro y su compañera Susana, responsables de la cocina, cosechan alabanzas que rozan la ovación: «Son magníficas cocineras y lo paga nuestra báscula, que ya se va quejando», afirma Gonzálvez Vallés. Por la tarde, si el tiempo lo permite, se retoma la actividad en el exterior. Y, tras la cena y diversas reuniones, se apagan los grupos electrógenos a la una de la madrugada. Sin calefacción, la opción más sensata es dormir.

La rutina, la luz perpetua y la soledad compartida crean un curioso efecto psicológico de continuidad. «Los días pasan muy rápido y los recuerdos de distintas jornadas se mezclan, aunque le quedan a uno sensaciones inolvidables», relatan los científicos Daniel Stich, del Instituto Andaluz de Geofísica, y Mariano Rodríguez-Arias, de la Universidad de Extremadura, entusiasmados ante este «fascinante laboratorio natural». Su trabajo consiste en instalar, mantener y consultar estaciones de medición de la actividad volcánica, algo que, por cierto, no vendría nada mal para reaccionar a tiempo en caso de que se produjese una erupción. Pero, aunque lo suyo sea la geofísica, se les ve seducidos sin remedio por la vida animal de Decepción: pingüinos que se acercan sin miedo a la base -sólo en la zona de Morro Baily anidan 120.000 parejas-, focas afables y una gran diversidad de aves, con petreles, gaviotas, albatros, págalos...

«También el paisaje submarino se aparta en gran medida del acostumbrado en las costas españolas -apuntan los investigadores, ya curtidos por estancias previas en estas latitudes-. Es raro el día que no nos vemos acompañados, durante las inmersiones, por la curiosidad de los pingüinos o las focas». ¿Y han detectado, en un ecosistema tan delicado, algún signo del cambio climático? La respuesta es, lógicamente, de científico: «Para hablar de clima y, por tanto, de cambio climático son necesarias observaciones sistemáticas de más de sesenta años. Las conclusiones basadas en la memoria sensorial de las personas suelen ser muy engañosas».

La dotación ha empezado el nuevo año con los mejores augurios posibles: el pronóstico meteorológico anuncia por fin mejor tiempo, después de unas navidades inclementes que han mantenido a todo el equipo encerrado en la base durante días enteros. Pronto empezarán a llegar más científicos, en este caso biólogos dedicados a estudiar la flora y la fauna, y el aislamiento se rompe de vez en cuando al arribar barcos argentinos y chilenos e incluso alguna expedición turística. La convivencia entre militares y científicos a 12.500 kilómetros de España está tan articulada que el comandante se sorprende un poco cuando se le pregunta por ella: «Todos sabemos a qué hemos venido y las relaciones son, desde mi punto de vista, excelentes. Viviendo juntos 24 horas al día, siete días a la semana, en 120 metros cuadrados, los lazos son muy estrechos». Los científicos asienten: «Los militares, como los civiles, son personas normales con sus problemas, sus aficiones, sus hipotecas... Tan lejos de casa las cosas son sencillas».

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