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La banda municipal celebra un concierto frente a la catedral de La Asunción.
Entre la playa y la manigua
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Entre la playa y la manigua

Un paseo por Baracoa, foco revolucionario del oriente de Cuba y centro productor de cacao, de la mano de un pescador de tetí

SERGIO GARCÍA

Sábado, 3 de enero 2009, 03:23

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La ruta más habitual para llegar a Baracoa discurre por una sinuosa carretera de montaña a la que le dicen La Farola. Son cinco horas de trayecto desde Santiago en una tartana que tiene que invadir el carril contrario para no ahogarse en cada repecho. El autocar hace parada en Guantánamo y encara las rampas con espíritu batallador. El arcén está salpicado de soflamas patrióticas del tipo de 'Aquí no se rinde nadie', 'No vamos a fallarte, Fidel' o 'El partido es la arcilla de la Revolución'. Llevan tanto tiempo ahí puestas que ya forman parte del paisaje; la selva engulle los carteles, que acaban desbordados por tal explosión de vida. Sobre el asfalto, los aldeanos venden mazos de plátanos, papayas y cucuruchos de coco rallado con miel. Hay tanta humedad que el skay del asiento parece fundirse a través de los pantalones.

Conforme el autobús se acerca a la ciudad comienzan a menudear las huertas humildes, las cooperativas, y a proliferar las colas de niños que vuelven de la escuela. El Yumurí baja crecido y las últimas lluvias han provocado pequeños deslizamientos del limo de las orillas. Hace horas que el verde -un verde jugoso, fértil- se ha adueñado del horizonte. Su alegría se contagia al pasaje, mientras niños montados en bicicleta flanquean el autocar como delfines que mostraran la ruta al capitán de un barco. En la estación, hay esperando un enjambre de bicitaxis, carros y vecinos a la caza y captura del turista. Lo mismo ofrecen alojamiento que comida en un paladar «de confianza» o un servicio de guía.

La terminal está al final del malecón, coronado por una estatua del indio Hatuey. Lo primero que llama la atención es el esqueleto de un barco hundido a la entrada de la bahía. Destrozado, el agua se ha abierto paso por la quilla y ha devorado toda la estructura. No se trata de ninguna tragedia marítima, sino un mercante para el desguace que abandonaron allí para frenar el embate de las olas y resguardar la parte de la ciudad que se descuelga hasta el mar. La selva ha crecido feraz hasta colarse en patios y alamedas, como si se alimentara de las casas que han sobrevivido a los ciclones, aunque el sol cuartea la madera y la pintura se bate en retirada.

Collares y contrabando

El centro histórico de Baracoa era de lo mejor conservado de todo el país hasta el pasado septiembre, cuando un huracán procedente de Haití se cebó con las casas de madera y convirtió este paraíso del Caribe en un infierno. Los fuertes de La Punta y Matachín, el castillo de Seboruco -convertido en un hotel más que aceptable-, la Casa de la Trova o la iglesia de La Asunción, a decir de las gentes el templo más antiguo de América Latina, que guarda entre sus reliquias la Cruz de la Parra desembarcada por Colón. Aquí, en el Parque Central, desemboca la calle de Antonio Maceo, héroe de la Independencia y más conocido en la zona como el 'Titán de Bronce'.

Al pie del castillo se levanta un chamizo miserable, apenas una habitación y una cocina, todo en la misma pieza. Un joven de 18 años hace guardia a la entrada, mientras su mujer embarazada se gira con dificultad en la cama que se ve desde la calle. El chico se dedica a vender collares que él mismo elabora con semillas de todo tipo: ojo de buey, cañandonga, santamaría, jaboncillo... Alejandro, así es como se llama, los vende a un peso la unidad, aunque acepta renunciar a parte de sus ganancias a cambio de una camiseta. Si la venta no está segura sacará del bolsillo unas conchas de polimita, una especie endémica de caracol que -luego comprobaré- desata las iras de los aduaneros. Los lugareños aconsejan hacer una visita a la Casa del Chocolate, también en la calle Maceo, donde por apenas un peso cubano es posible tomarse el mejor cacao a la taza de toda la isla, acompañado además por un 'marquesito', el dulce local que llena como una cena.

Allí cerca se levanta el Hotel La Rusa, que toma su nombre de una aristócrata que huyó de los bolcheviques y que, paradójicamente, acabó congeniando con la revolución de los barbudos, cuando su rasgo distintivo era el nacionalismo y no el comunismo. El edificio es, además, un referente de las letras cubanas, el escenario donde se ambienta la novela 'La consagración de la primavera', de Alejo Carpentier. Es quizá por todo ello uno de los establecimientos más caros de la isla, con tarifas que rondan por noche los 50 pesos convertibles, tres veces el salario mensual de un cubano medio. Y sin desayuno.

El viejo y el mar

Es entonces, bajando por la calle Calixto García y la avenida Primero de Abril, rodeados de murales revolucionarios que tienen al Che como único protagonista, cuando sale a nuestro encuentro Pipín Garrido. Negro, alto, fibroso, atractivo... Garridito es una celebridad local y le encantan las mujeres. Todas, no importa la edad, y menos en Cuba, donde no es extraño ver a una adolescente de 16 años casada y con hijos. Conforme se acerca a su casa, las chicas del barrio obran en él un efecto reparador. Se coloca la red al hombro y ladea el sombrero de paja. Si no fuera porque ha cumplido los 70, cualquiera diría que está en la flor de la vida. En ese momento dobla la esquina una mulata espectacular, prieta de carnes, con un bolsito minúsculo que parece más propio de una niña. Y el viejo pescador de tetí se dispara: «Contigo me voy a casar, / yo llevaré esa condena. / Si no me quieres a mí, / no tienes sangre en las venas». La chola sonríe y se aleja mirando el suelo, mientras los ojos del viejo la siguen como dos imanes. «Carajo de vejez, así no se puede», se lamenta. La pesca es la razón de ser de Garridito, y el tetí su obsesión particular. El tetí es una cría de pescado que sólo aparece con el cuarto menguante, siete días después de la luna llena. Entra en grandes bancos en la bahía de Baracoa, al este de Cuba, procedente de alta mar, y cuando lo hace, es tan abundante que el agua parece hervir, agitada entre borbotones. El pez, minúsculo como la angula, llega atraído por el agua dulce al punto de la playa donde desemboca un río. Al igual que sucede con el salmón, no parará hasta remontar el cauce aunque para ello tenga que hacer frente a múltiples peligros, casi todos en forma de peces más grandes que ven en este tenaz peregrino un bocado exquisito.

La temporada de pesca se extiende de agosto a diciembre, que es cuando se produce la zafra grande. Es abajo, en la playa, donde Garridito sale a su encuentro, apenas equipado con un cedazo. Ni siquiera tiene barca. El tetí llega por miles, por decenas de miles; todos juntos en una bola envuelta en una especie de baba iridiscente. «Te entra por las orejas y la nariz; es una alegría verlo inflar la red». El y su hijo Lenin, vestidos apenas con un short deshilachado y un sombrero de paja, se introducen en el agua hasta el cuello, cada uno sujetando la malla por un extremo. Cualquier profano en la materia dirá que no hay diferencias de un tetí a otro. Garridito, no. Se acuclilla en la arena y los examina con la pericia de un neurocirujano. «Está el ojicandela, chiquitito; el panzudo, y este otro que parece un guabinico», explica.

El viejo no las tiene todas consigo, parece que desconfía. Hoy no se está dando bien la pesca. Sólo entra carnada, camarones y algo de tetí de angula. Garridito culpa a los pescadores más jóvenes, que se están saltando las reglas. No esperan a que el tetí se acerque a tierra y salen a capturarlo con unas redes inmensas que esquilman los bancos. «El pez no es tonto». Pipín explica que «siempre mandan un correíto por delante», y que si hay peligro, la desbandada está asegurada.

Y Garridito necesita el dinero. Un paladar de la ciudad le paga cinco pesos cubanos por un puñado de tetí del tamaño de un bote de leche condensada; eso, en un país donde el sueldo medio apenas supera los 15 dólares. Poco importa si luego le cobrarán al turista catorce veces ese precio y en divisas. «El yuma puede pagar eso y mucho más». Le gusta el tetí. Para limpiarlo basta con agua caliente y limón. Después se cocina sequito, con ajo y cebolla, picante y grasa. Se prepara en fritura, con arroz, caldo, mojo. Si se seca al sol, hace un arenque sabroso.

Un revolucionario de libro

«Sopla un terral del carajo y hoy la marea amaneció seca», gruñe sentado en la playa de Duaba. Entiendo que se acaba la pesca. La mañana es soleada y las palmas llegan hasta la orilla. El viejo se queda entonces en calzoncillos y se estira en la arena cuan largo es. Las olas llegan hasta sus pies en suaves acometidas, mientras a lo lejos la montaña conocida como El Yunque se yergue amenazadora sobre la manigua. «Cuba es una cosa bella / qué divina su región / donde Cristóbal Colón / firmó su primera huella», recita mientras dirige su mirada hacia el mar. No se ve a nadie en toda la playa; sólo un guajiro a lo lejos, que recoge mango colorao para hacer leña. La ciudad está apenas a 4 kilómetros, pero el hombre salido de la espesura parece un 'robinson'.

Garridito es un revolucionario de libro, fidelista hasta la médula. «Esto es Patria o Muerte», repite. Pasó de carbonero analfabeto a capitán de la Revolución con apenas 19 años. Mientras emprende el camino de regreso a Baracoa, desgrana los recuerdos de su juventud. Combatió en el segundo frente oriental, Columna 18, y el primer jefe que tuvo fue el comandante Raúl Castro. Su acción más espectacular tuvo lugar en Santa Catalina de Sagua contra 500 guardias que Batista tenía acuartelados en Guantánamo.

«La vida estaba muy negra. Cuando comíamos, no almorzábamos; y a la inversa. Ni siquiera podíamos hacer lumbre, porque te descubrían». Una explosión casi le manda al otro barrio y la fractura del cráneo le costó tres operaciones, la última para cambiarle una lámina de platino». «No fue eso lo que más me jodió». Una esquirla le atravesó el muslo y casi pierde el pene.

-Cuántas veces se ha casado?

-Mil y pico, exclama con una tremenda carcajada.

Escuchándole, cualquiera diría que se ha quedado corto. Cuando su sonrisa se apaga, vuelve la vista al mar. Es entonces, con los últimos rayos de sol batiéndose en retirada, cuando Pipín es más él mismo. Quizá piensa que la muerte le sorprenderá allí, sobre la arena, y que tan segura está de poder alcanzarle, que le ha dado toda una vida de ventaja.

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