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INÉS GALLASTEGUI
Viernes, 14 de noviembre 2008, 02:50
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TRES millones de españoles tienen enfermedades raras o minoritarias. Es decir, aquéllas que padecen menos de 5 de cada 10.000 habitantes. Teniendo en cuenta que existen unas 5.000 de estas dolencias, se calcula que, al menos, el 6% de la población está afectado por alguna de ellas. O sea, no es nada 'raro' tener una enfermedad rara. El dolor siempre es dolor. Una minusvalía es siempre una minusvalía. Pero las personas que padecen una patología infrecuente sufren, además de los problemas directamente derivados de su mal, otros que agravan sus padecimientos. Es habitual que tarden años en saber qué les ocurre: la mayoría de los médicos lo ignoran y muchas veces peregrinan de consulta en consulta y son sometidos a pruebas molestas, dolorosas e inútiles. El problema no es sólo que los facultativos no conozcan al dedillo los síntomas de los miles de trastornos que existen -lo cual sería comprensible- sino que, al haber pocos afectados por una alteración, la variabilidad entre un caso y otro es muy grande, lo que despista aún más a los profesionales sanitarios. Aunque las causas de estas patologías son muy diversas, más del 80% son de origen genético (se hereda de uno o de los dos padres la predisposición a padecer el mal) o fruto de un defecto congénito (a causa de la mutación de un gen o de una anomalía cromosómica). Y por si todo ello fuera poco, muchas enfermedades raras ni siquiera tienen tratamiento. Es cuestión de números: los científicos y la industria farmacéutica prefieren dedicar sus esfuerzos a enfermedades con más 'público'; en ellas, un éxito significa, para los primeros, salvar más vidas; para los segundos, ganar más dinero. PETRA RUSTARAZO Síndrome de Prader-Willi (madre) «Nos cuesta la vida que siga su dieta» Petra Rustarazo vive en La Carolina (Jaén) y es madre de Libertad, una chica de 22 años que nació con el síndrome de Prader-Willi, un trastorno que padecen uno de cada 15.000 nacidos y que implica, entre otros rasgos, retraso mental, talla baja e hipotonía (bajo tono muscular). Un mal funcionamiento de su hipotálamo hace que no tenga sensación de saciedad, por lo que es capaz de comer vorazmente, sin límites. La amenaza de la obesidad mórbida y sus letales complicaciones obliga a Libertad a vivir a dieta: su máximo diario son 1.000 calorías. En su casa, un dispositivo de control hace sonar una alarma si la joven 'asalta' la cocina. Cuando iba al colegio se zampaba los restos del almuerzo de sus compañeros y llegó a vender películas cogidas en casa para comprar comida. El síndrome no tiene tratamiento específico, aunque actualmente muchos pacientes reciben hormona del crecimiento hasta que llegan a adultos. «De esa forma crecen más y tienen más tono muscular y menos grasa», explica Petra, representante en Andalucía de la Asociación para el Síndrome de Prader-Willi. Libertad no tuvo esa opción. De hecho, no supieron lo que tenía hasta los 9 años. De muy pequeña, sus padres vieron incrédulos cómo acababa con un kilo de galletas. Hoy tiene una edad mental de 10 años, mide 1,40 y pesa 64 kilos. El diagnóstico tardío, apunta Petra, se evitaría si a cualquier bebé con hipotonía se le hiciese la prueba de Prader-Willi, con un simple análisis de sangre. Eso permitiría controlar y educar desde pequeños sus hábitos alimentarios. Con todo, lo más difícil es convencer a todo el mundo de que su hija no puede saltarse la dieta nunca, porque lo que está en juego no es su línea, sino su vida. Pero ni Educación ni Salud lo tienen en cuenta. Cuando iba al colegio, Petra tenía que llevarle la comida de casa. Si la ingresan en el hospital, los padres han de pelearse para lograr que restrinjan su menú. «Nos cuesta la vida hacerlo entender. Pero también cuesta con la familia, con los amigos, con los vecinos... La gente dice. '¿Ay, por un día, no pasa nada...!' Y sí que pasa», subraya la madre. Pero hay más. Por ejemplo, si ve a Libertad un médico que no la conoce, hay que explicarle que, como todos los Prader-Willi, tiene «un alto umbral del dolor», así que cuando dice que le duele el estómago, es que algo le ocurre; los padres sospechan que ha podido comerse una ración gigantesca a hurtadillas. O que su temperatura corporal es anómala, por lo que puede tener infecciones sin presentar fiebre. También tiene problemas de conducta. «Hay que tratarla con cariño y paciencia. Cuando se obceca con algo, es mejor dejarla en paz y hablar después con ella -resalta-. Hay personas que no lo entienden y dicen: 'Qué maleducada; si te dieran dos tortas...'». CINTHIA LOZANO Síndrome de Gilles de la Tourette «Los niños son muy crueles» Cinthia Lozano tiene 21 años y desde hace diez padece el síndrome de Gilles de la Tourette, una enfermedad neurológica de causa genética que -sospechan sus padres- heredó de un abuelo, nunca diagnosticado. Su rasgo más característico son los tics, tanto motores -movimientos rápidos y repetitivos de la cara, las manos, el cuello y otras partes del cuerpo- como fónicos -producción involuntaria de ruidos (gruñidos, carraspeos...) y palabras (frecuentemente, tacos o palabrotas)-. Pero Cinthia destaca también otros problemas menos llamativos, como los fuertes altibajos emocionales y la tendencia a la depresión. Y cuanto más agobiada está, más tics le salen. La joven, que vive en Granada con sus padres y su hermana, recuerda que la aparición de la enfermedad poco después de cumplir 10 años le supuso un auténtico infierno. «De niña lo pasé muy mal. En el colegio se metían conmigo. Se reían de mí, me tiraban bolitas de goma, me llamaban loca... -recuerda-. Los críos son muy crueles». Superó esa etapa con ayuda de su familia, sus amigos y su pareja; ha tenido una relación durante tres años, pero «ha ido mal. Esto desgasta mucho». No pudo cumplir su sueño de estudiar la carrera de Psicología. «Me faltaba concentración y lo dejé en bachillerato», lamenta. Sus experiencias laborales en el mundo de la hostelería y el comercio no han sido muy positivas. En varias ocasiones han prescindido de ella en el periodo de prueba o le han despedido alegando que sobraba gente. «En los trabajos de cara al público, los tics son incómodos, molestan -admite-. Hay empresarios que no lo comprenden, lo ven raro, y te echan a la calle, trabajes bien o no». Cinthia espera volver a trabajar en Sierra Nevada cuando empiece la temporada de esquí. Hoy por hoy, no existe ningún tratamiento específico para el síndrome de Gilles de la Tourette. Ella ha probado diferentes fármacos que ayudan a estabilizar su estado de ánimo, pero no hacen desaparecer los tics. Algunos la dejaban «zombi»; otros la hacían engordar. Su neurólogo le anima a seguir probando. Tiene épocas mejores y peores. «Ahora estoy más o menos bien -asegura-. Ha habido momentos en que estaba tan atacada que no podía ni beber un vaso de agua. Todo se me caía». Durante nuestra conversación, se mueve y habla con normalidad. «Pediría que se investigue un poco más sobre las enfermedades raras; que encuentren alguna medicación que nos sirva de esperanza -dice con una mirada triste-. Para que no tiremos la toalla». LOLA CUADRADO Narcolepsia «Hay gente que cree que soy vaga» Lola Cuadrado tiene 41 años, es administrativa en el Hospital Alto Guadalquivir de Andújar (Jaén) y padece narcolepsia. Esta enfermedad neurológica rara se caracteriza por los accesos de somnolencia exagerada durante el día, el sueño nocturno interrumpido y los episodios de cataplexia (parálisis o extrema debilidad muscular). Estos suelen ir asociados a emociones, como risa, miedo o angustia. Casada y madre de dos hijos, Lola recuerda que, siendo muy pequeña, se caía -literalmente- de risa. Una vez, de adolescente, unos compañeros le hicieron una broma pesada y se cayó redonda al suelo. «Estaba consciente, pero no me podía mover», recuerda. Sin embargo, se dio cuenta de la gravedad de su enfermedad cuando comenzó a trabajar a turnos y, en el traslado, estuvo a punto de salirse de la carretera en más de una ocasión, en pleno ataque de sueño. El neurólogo le diagnosticó narcolepsia. Y comenzaron los problemas. «En el trabajo me daban unos ataques de sueño que no podía controlar. He llegado a quedarme dormida delante del ordenador y delante de la gente, porque trabajaba de cara al público», explica. «Hay personas que creen que eres una vaga, a la que no le importa su trabajo, que no tiene interés por nada o no se concentra», señala. La incomprensión de su entorno le llevó a sentirse aislada y cayó en una depresión. Lola acaba de regresar de su baja y le han valorado una minusvalía del 38%. Su empresa, resalta, ha sido muy comprensiva y le ha facilitado un puesto de trabajo donde está menos presionada y dispone de un sitio para retirarse discretamente a descansar durante un rato, sin que nadie la mire, cuando le entra uno de sus incontrolables ataques de sueño. A su juicio, los tratamientos para la narcolepsia -anfetaminas, éxtasis líquido y otras drogas estimulantes- no son demasiado efectivos y, en todo caso, acaban perdiendo sus efectos. «Al ser una enfermedad rara, algunos médicos pasan del enfermo de una forma bastante cruel -lamenta-. El neurólogo llegó a decirme que aprendiera a vivir con la enfermedad y que no volviera si no había algún cambio en los síntomas. Me sentí desahuciada». «El problema -reflexiona- es que en estas enfermedades el paciente sabe más que el médico. Quizá no de los aspectos centíficos, pero sí de los síntomas, de cómo influyen en la vida cotidiana». Además, recuerda, los afectados de narcolepsia son tan pocos que «no son rentables» para los laboratorios farmacéuticos. Lola también ha encontrado incomprensión en su vida personal. «Hay gente que no entiende que no pueda salir de noche. Yo me he llegado a quedar dormida en sitios que dan bastante vergüenza: en el cine, en la ópera.... No importa el interés que tuviera». Su sueño es irresistible. CARLOS VILLALOBOS Síndrome de Angelman (padre) «El diagnóstico de mi hija tardó 6 años» Carmen tiene 18 años y el síndrome de Angelman. Esta anomalía del cromosoma 15, que afecta a uno de cada 20.000 nacidos, produce un retraso mental y psicomotor severo. Los afectados no hablan -apenas pronuncian una docena de palabras-, andan con dificultad, tienen problemas para comer y dormir y es frecuente que sufran epilepsia, lo que obliga a medicarles. Suelen ser rubios, de ojos claros, y casi siempre están sonrientes. Los padres se dieron cuenta de que algo no iba bien cuando Carmen era un bebé. «Era nuestra primera hija y no teníamos experiencia, pero nos dábamos cuenta de que algo le pasaba. Los niños tienen sus pautas: en lugar de empezar a andar con 1 año, lo hizo con 3 ó 4», recuerda Carlos, su padre. Sin embargo, no pudieron ponerle nombre a ese 'algo' hasta que la niña cumplió 6 años. «Le hicieron una serie de pruebas y todas salían normales, excepto el electroencefalograma. Entonces este síndrome no era tan conocida. Ya estaba descrito y en Barcelona llevaban años detectándolo, pero aquí tardaron más». Finalmente, el análisis genético confirmó la anomalía cromósómica. Ya desde su primer año, viendo que no se sentaba, ni se ponía de pie, ni imitaba los sonidos, ni cogía objetos, los padres la llevaron a sesiones de estimulación precoz. Cuando cumplió la edad de escolarización, se planteó un serio problema. «En esto hay una importante deficiencia. Te las ves y te las deseas, porque no hay muchos sitios donde llevarla», asegura el padre. Carmen acudió primero a una guardería, «de manera especial, porque en principio las guarderías no están preparadas para estos niños». Después entró en un aula de educación especial en un colegio y finalmente, a un colegio de educación especial. Desde que acabó el periodo escolar, está en una unidad de día. «Necesita mucha atención, mucho estímulo, mucha ayuda. Todo es poco. Hay mucha demanda y poca inversión», destaca Carlos. Los padres de Carmen conocen «cinco o seis familias» en su situación en Granada y otras tantas en el resto de Andalucía. Están vinculados a la Asociación del Síndrome de Angelman y, sobre todo al principio, cuando se encontraban más perdidos, acudieron a congresos de familias dentro y fuera del país. Carlos reconoce que la rareza del síndrome repercute en un menor interés de la Ciencia -«La Medicina está más motivada por los grandes temas, y lo entiendo»- y también en la actitud de la sociedad hacia estos niños. «Por ejemplo, otros síndromes, al ser más conocidos, se aceptan de una manera natural, y los niños están más integrados. Un niño con Angelman puede tener una conducta poco conocida y el propio desconocimiento genera rechazo, incomunicación». Carlos y su mujer tienen otro hijo de 12 años. «Es normal entre comillas», bromea el padre. igallastegui@ideal.es
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