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TRIBUNA

La rama que se desgajó misteriosamente...

FRANCISCO LÓPEZ VEGA

Viernes, 7 de marzo 2008, 09:18

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A los orgiveños y orgiveñas de hoy, para que sigan fieles a la devoción al Cristo de la Expiración y sepan confiar en su providente y poderosa intercesión y misericordia.

EL día 21 de marzo del pasado año, apareció en este periódico un artículo mío titulado 'Lágrimas en las mejillas ', que dedicaba a exaltar la belleza estremecedora del Cristo de la Expiración, una imagen policromada del siglo XVI que los orgiveños/as veneran, con especial fervor y dedicación, el viernes anterior al de Dolores.

Hoy quiero hablarles de un inexplicable suceso, acaecido en Órgiva en la primera década del siglo XX, relacionado también con la venerada imagen de este singular Cristo, una escultura de impresionante realismo, belleza y lograda expresividad, en la que el autor ha conseguido concentrar todo el doloroso dramatismo de la crucifixión de Jesús. Por fortuna, ha llegado hasta nosotros el juicio crítico, objetivo y certero que hizo de la escultura, en 1912, el ilustre y recordado imaginero del realismo español contemporáneo, don Mariano Benlliure (1866-1947, con ocasión del viaje que realizó a Órgiva ese mismo año, siendo párroco-arcipreste de la ciudad el presbítero don Federico Pérez Delgado: «No es de firma conocida -afirmó el escultor- pero su anatomía está perfectamente interpretada y su arte responde, con creces, al entusiasmo y fervor que los orgiveños le profesan». Una autorizada, objetiva y certera opinión que el eximio doctor don Gregorio Marañón, en su visita a nuestro templo a finales de los años 20, se encargó de confirmar: «¿Qué cuerpo tan perfecto; en él se puede estudiar, con asombroso realismo, toda la estructura externa del cuerpo humano!».

Pero, ¿de qué suceso se trata? Pues verán ustedes: Dos singulares y multitudinarios acontecimientos tienen lugar durante el año con motivo de la fiesta religiosa que los orgiveños dedican al Cristo de la Expiración: la bajada de la imagen desde su camarín al interior del templo, protagonizada por centenares de enfervorizados devotos, y el recorrido procesional del Cristo por las estrechas calles de la población, acompañado por una ingente masa de personas de todas las edades, entre el fragor de millares de cohetes, cuyo incesante estampido vibra y ruge en el oscurecido espacio de la ciudad, que se convierte -durante varias horas- en una inmensa hoguera de fuego, humo y resplandor, como expresión de otra manifestación de fervor y entusiasmo, que bulle, entre lágrimas y rezos, en el pecho y en la garganta de miles de enardecidos orgiveños y orgiveñas.

Pues bien: sucedió un año que, al pasar la imagen del Señor de la Expiración por una de las estrechas calles del pueblo, la mano del Cristo rozó los hierros de un balcón y dos de sus dedos quedaron destrozados. El suceso causó un profundo disgusto a los que portaban y procesionaban la imagen y enseguida se hizo venir de Granada un famoso y acreditado escultor, que talló, del mejor modo que pudo, las falanges mutiladas.

Se colocó la imagen del Cristo sobre una amplia mesa de la sacristía -nos dejó escrito Francisco Soto Carmona, testigo personal del acontecimiento- cerca de dos grandes ventanas que daban al huerto del viejo palacio que fue del Conde de Sástago, sucesor del duque de Sesa en el señorío de Órgiva. Pero a pesar de que ambos huecos están orientados al sur, de ser la hora cercana del mediodía y de lucir un sol espléndido en el firmamento, unos árboles frutales muy frondosos impedían totalmente el paso de la luz, haciendo prácticamente inviable. el trabajo del escultor, que no dejaba de lamentar esta dificultad. «Es necesario hablar con el dueño del huerto -sugirió el escultor- y pedirle autorización para cortar, o al menos desviar, el ramaje que estorba, pues sin luz suficiente no va a ser posible concluir, con la delicadeza que exige el decoro del arte y la devoción de los orgiveños, la restauración que se me ha encomendado». El sacristán fue el encargado de visitar al propietario del huerto para rogarle apartase la rama que impedía el paso de la luz y el trabajo del escultor. Volvió presto el sacristán, malhumorado, porque el dueño se negó a hacer lo que se le pedía. Pero no había acabado de llegar el emisario al interior de la sacristía, cuando se oyó un fuerte chasquido y --¿oh sorpresa!- aquella rama cargada de jugosos melocotones se desgajó por sí sola, diríamos que misteriosamente

«Y fue que, sin que la brisa más leve agitara el ambiente; sin que lo causara el peso de la fruta, porque era de poca edad y no tan abundante que el número supliera al tamaño; sin que hubiera persona alguna en el huerto , oyóse un chasquido propio de la rama que se desgaja, cedió la que tapaba la ventana más próxima a la imagen y un torrente de luz solar entró en la sacristía, iluminando precisamente, de un modo directo, la mano derecha del Señor de la Expiración (Soto Carmona, F., La rama que se desgajó porque sí », Buenos Aires, 1935).

El artista-restaurador, el sacristán y las personas que presenciaron el hecho, se miraron de hito en hito, profundamente sorprendidos y asombrados. Y veloces como una centella corrieron hasta la ventana y observaron, con la natural alegría, cómo estaba la rama caída, desgajada, pero unida al tronco del frutal por tan sólo un sutil y correoso trozo de corteza.

Si fue o no milagro este extraordinario hecho, no lo podemos afirmar; pero sí proclamar, con rotundidad, que siempre hemos creído lo que, desde pequeños, nos quedó grabado en nuestro corazón y en nuestra memoria: «Que Dios suele hace las cosas con suma naturalidad».

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