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Blue Springsteen

Blue Springsteen

El icónico rockero es un ser atormentado por una infancia siniestra. El diván y la química le sacan a flote cuando la depr esión le devora. Lo cuenta en ‘Born to run’, su autobiografía. Hoy cumple 67

icíar ochoade olano

Sábado, 24 de septiembre 2016, 12:00

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La tristeza no se abalanza sobre ti por sorpresa. Llega arrastrándose. Poco después de cumplir los sesenta, caí en una depresión como no había experimentado desde hacía tres décadas. Me duró un año y medio, y me dejó destrozado. Cuando me asaltan tales estados de ánimo, pocos se dan cuenta desde luego, ni la banda, ni el público, a excepción de Patti (Scialfa, su esposa y miembro de la E Street Band), que observa cómo se acerca un tren de mercancías cargado de nitroglicerina y a punto de descarrilar. Durante esos periodos puedo ser cruel: huyo, disimulo, esquivo, tramo, desaparezco, regreso, raramente pido perdón. Mientras tanto, Patti defiende el fuerte que yo intento incendiar».

Entre este hombre desnudo que hoy cumple 67 y el rockero torrencial, cercano, generoso y viril que hipnotiza a las masas con sus historias de la América más áspera y mundana, media una frágil pasarela, la que separa el delirio del escenario de la vida despojada de amplificadores y multitudes enfebrecidas. Bruce Springsteen, el súper héroe de los estadios, el incombustible e inapelable jefe, acaba de lanzar su autobiografía para «mostrar mi mente» y contar quién es cuando se descuelga la guitarra y llega a casa tras una gira. Lo hace sin prisas, descendiendo hasta profundidades insospechadas, durante 564 páginas en las que se revela como un ser atormentado por un padre siniestro y amenazador, y por una infancia mecida en un catolicismo sombrío y castrante. Cuando la depresión asoma reptante y la desesperanza le devora, la psicoterapia y la química son, confiesa, las que se ocupan de sacarlo a flote.

Ha titulado sus memorias como el hit que allá por 1975 le arrancó del anonimato, Born to run (Nacido para correr), justo lo último que apetece después de la inmersión. Circules o no por su autopista vital y artística, traspasar las puertas de su cabeza y de su alma se parece a encajar una bofetada seca e inesperada. «He estado tomando antidepresivos durante los últimos doce o quince años. Me han proporcionado una vida que no habría podido mantener sin ellos. Funcionan. Vuelvo a la Tierra, al hogar, a mi familia. Lo peor de mi comportamiento destructivo se reprime y regresa mi humanidad».

Siete largos años le ha llevado a Springsteen entretejer «de su puño y letra», asegura Random House, la editorial el relato de una vida y una obra enraizadas en Freehold, el sórdido pueblo de Nueva Jersey en el que nació, creció y vivió hasta los diecinueve. Siempre sin teléfono ni agua caliente; siempre a la sombra tétrica y alargada de la iglesia parroquial de Santa Rosa de Lima. En aquella barriada poblada por inmigrantes irlandeses e italianos, su abuela materna, una mujer traumatizada por la muerte precoz de su hija en un trágico accidente, lo malcrió hasta convertirlo, con sólo siete años, en un crío «blandengue, inadaptado y raro, un paria». La soledad que esa actitud le reportaría durante los recreos le nutrirían del «combustible esencial para el fuego venidero». Entretanto, en clase, «recibía algún golpe, me encerraban en un armario o me metían en algún cubo de basura, porque era lo que me merecía. Lo normal en las escuelas católicas de los cincuenta». Aquellas experiencias le distanciarán para siempre de su religión. «Demasiada fatiga emocional y corporal».

En todas sus facetas

  • Modelo paterno de masculinidad

  • «De crío creía que los hombres debían ser distantes, herméticos y estar siempre enfadados»

  • El «veneno» en mis venas

  • «Un día me di cuenta de que buscaba cosechar daño. Surgía del manual de estrategias de mi viejo»

  • De nuevo en el diván

  • «A los 60 me senté frente a un nuevo desconocido y rompí a llorar. No puedo parar de hacerlo, le dije»

  • Un «falso hippy»

  • «Nunca probé las drogas. Me daban miedo. Tenía suficiente con mi propio caos personal»

  • Guiado por la luz de Bob Dylan

  • «Mi voz jamás ganaría un premio y era rudimentario a la guitarra. Mis canciones tenían que ser la bomba»

  • Una «dictadura benevolente»

  • «La democracia en una banda suele convertirse, con pocas excepciones, en una bomba de relojería»

  • Un «monógamo en serie»

  • «A los 34 decidí aprovechar los beneficios sexuales de ser una estrella. Esos ratos no merecían la pena»

  • Tres hijos y un mástil

  • «Incluso siendo padre sentí la necesidad de aislarme y cerrarme como un grifo. Patti no me dejó»

Para entonces, su padre, un irlandés con ascendencia holandesa que trabajaba en la cadena de Ford, ya daba muestras palmarias de un infradesarrollo emocional y una personalidad violenta «destrozando la casa, en medio de la noche, en un ataque de rabia provocado por el alcohol». Dotado de la complexión de un «toro», Douglas Springsteen le expresaba casi cada noche su deseo de confraternizar tras el «sagrado ritual del six-pack», un atracón solitario de seis cervezas. «Me quería, pero no me soportaba . Exudaba hostilidad y pura rabia hacia su hijo. En su interior, más allá de todo eso, albergaba gentileza, cautela y una ensoñadora inseguridad, cualidades que vería reflejadas en mí. Por eso le repelía. Yo era un blando para él y lo detestaba», describe de forma descarnada y serena. «No sé dónde se originó, pero hay una cepa de demencia que afecta a nuestra familia, que al parecer elige al azar, a un primo, a una tía y a mi padre». En la última etapa de su vida, le diagnosticaron esquizofrenia paranoide.

El «campo de minas de temor y ansiedad» en que su progenitor convirtió su casa le procuraron enseguida un apodo en el patio, Blinky (parpadeos). «Mi nerviosismo era tal que me provocaba cientos de ellos por minuto». Por suerte, frente a la «amenaza física, el caos emocional, la misantropía y el poder de no amar de mi gen irlandés» estaba el chispeante y enérgico de los Zerilli. A su madre, italiana, y primera cómplice en sus primeros devaneos con la música, dice deberle «el sentido de la honestidad, la coherencia, la amabilidad, los buenos modales, el orgullo propio, el compromiso y la fidelidad a la familia». Con ella hoy una nonagenaria «encantadora» enferma de alzhéimer fue a alquilar una guitarra el día después del «Big Bang». Se refiere a la aparición de Elvis en el show televisivo de Ed Sullivan, «la revolución televisada en la tumba de Freehold» y que hizo «arder mi mente».

La precisión, el discernimiento y la riqueza de matices con las que el autor se adentra en las emociones taponadas de su pasado anticipan una relación larga y estrecha con el diván. La palabra maldita aparece 344 páginas después. Vaciarse en sus canciones ya no era suficiente para detener su deriva. No lo había sido nunca. Ni tampoco saborear el primer trago de éxito. «Mi depresión borbotea como un vertido de petróleo y su lodo negruzco amenaza con ahogar cada parcela de mi vida». Cuenta que fue su productor musical quien se lo dijo: «Necesitas ayuda profesional». Días después, «estaba mirando a los ojos a un extraño amable. Me eché a llorar». Sin saberlo, «daban comienzo treinta años de una de las mayores aventuras de mi existencia».

Emprender el complejo y doloroso proceso de encañonar con una linterna cada centímetro cuadrado de su mundo interior no le salvaría de muchos otros peajes derivados de la constante desafección paterna. Como «la misoginia, que nace del temor a las mujeres hermosas y fuertes, entremezclada con un acoso psicológico que sirve para atemorizar y transmitir que esa oscuridad que hay en ti apenas se reprime». Un psicoanalizado Springsteen explica así sus relaciones sentimentales, boicoteadas por él mismo con puntualidad exquisita, a los dos años, el tiempo en que tardaba en aflorar su verdadero yo. Incluida la que mantuvo con su primera esposa, la actriz Julianne Phillips, a quien dejó «de forma burda y vergonzante» tras varios ataques de ansiedad. De nuevo cabalgaba sobre el «temor de permitir que alguien entrase en mi vida y me amase».

Springsteen no puede ni quiere prescindir del pesado telón de fondo que enmarca la historia de un icono del rock, pero también la de un niño que jugaba con su hermana Virginia a recoger el arroz del suelo de las bodas que se celebraban en la iglesia de su pueblo para arrojárselas a otros recién casados; o el padre que acompaña a su hija Jessica hoy una amazona notable a un concierto de Lady Gaga; el amigo que no ha superado la muerte de su compadre Clarence (Clemons, su saxofonista y «el tipo más auténtico que he conocido»; el hijo que ha sabido entender y aceptar el encriptado perdón de un pobre diablo enfermo; o el hombre que sigue luchando por perdonarse a sí mismo.

«La medicación antidepresiva es caprichosa. En algún momento entre los 59 y los 60 empecé a notar que ya no hacía efecto. Me sumí en una chapoteante bañera de aflicción y lágrimas como jamás había experimentado. Me machacaba físicamente y me lanzaba a conducir de forma temeraria. Casi siempre que me sentía así no estaba de gira... Volví a sentarme delante de otro desconocido su terapeuta de siempre había fallecido y tres días y una píldora después el llanto cesó. Ya no necesitaba salir de gira». Ahora ya sabemos el porqué de sus conciertos extra largos. Cuando el Boss cruza la pasarela de vuelta, le aguarda Blue Springsteen.

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