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España: una fragilidad insospechada

España: una fragilidad insospechada

La Roja necesita recuperar su solidez defensiva y volver a ser capaz de gobernar los partidos a través del balón si quiere tener recorrido en este Mundial

Jon Agiriano

Enviado especial a Krasnodar

Viernes, 22 de junio 2018, 00:58

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De la misma manera que a veces percibes que has olvidado algo pero no recuerdas lo que es y tardas un poco en percatarte de qué se trata, el indigesto partido de España contra Irán dejó una corazonada inquietante que se fue materializando con el paso de las horas. La selección había olvidado en Kazán algo sustancial, una de las virtudes que mejor le han definido y más le han adornado en sus años triunfales: su extraordinaria capacidad para gobernar los partidos, una vez desatascados con un gol, tocando la pelota. Sobran los ejemplos. Los mejores, sin duda, algunos de los vividos en Sudáfrica. En aquellos cuatro 1-0 consecutivos ante Portugal, Paraguay, Alemania y Holanda, La Roja tuvo muchos problemas para abrir el marcador, pero cuando lo consiguió el partido se terminó sin remedio. Incluso Alemania tuvo que resignarse a esa superioridad manifiesta. Marcó Puyol, el equipo de Vicente del Bosque comenzó su sinfonía de toques y se acabó.

Desde hace una década, pues, lo difícil para este equipo, amo y señor de la pelota, siempre ha sido abrir la caja fuerte de equipos más acorazados que en un banco suizo. Ahora bien, cuando daba con la combinación y lo conseguía, todo era coser y cantar. España salía de la sucursal con el botín sin mayor problema, como un ladrón de guante blanco, saludando a los empleados y deseándoles un buen día. Al simpático vigilante de la entrada hasta le metía unos billetes en el bolsillo de la camisa. Todo era tan brillante que hasta a sus víctimas les entraban ganas de aplaudirle.

En Kazán, sin embargo, se vio todo lo contrario. El gol de churro de Diego Costa tuvo un efecto insólito. Lejos de tranquilizar al equipo con la certeza de que ya había hecho lo más complicado ante un rival tan desagradable, le puso nervioso y perdió el control. A España le entraron sudores fríos y no la lió parda porque el árbitro anuló un gol tras ser advertido por el VAR y porque Taremi falló un cabezazo clarísimo, al borde del área pequeña, en el minuto 83. Cada vez que Irán se lanzaba al ataque creaba peligro, como sucedió contra Portugal. En fin, que esta vez la Roja salió del banco de mala manera, tropezándose, blasfemando, pegando tiros al techo y amenazando a los empleados; una imagen preocupante que reveló una debilidad insospechada. Lo decimos porque la selección parecía en perfecto estado de revista hace dos semanas cuando aterrizó en Krasnodar.

Hay dos formas de interpretar lo sucedido. La más benigna es apelar al hecho puntual, a un mal día producto de la enorme presión del encuentro. España, que venía de pasar unos días duros de inestabilidad, estaba muy exigida. Necesitaba ganar como sea. No podía fallar ante un rival tan inferior. Esa sensación de estar en el alambre, expuesta al ridículo y al escarnio, pudo resultar agobiante para los jugadores a medida que comprobaban que los persas defendían su área como si fuera el hogar familiar y estuviera en peligro la vida de su mujer y sus hijos. La reacción racial del equipo de Queiroz tras encajar el gol terminó de confundir a la Roja. Se creyó aliviada con el 1-0 y fue todo lo contrario: quedó más exigida y expuesta. Y no supo controlar la situación.

La segunda interpretación no puede llamarse maligna, pero sí preocupante. El equipo español parece haber perdido chispa. De sus cuatro últimos partidos sólo se salva el de Portugal, aunque tuvo fases muy pobres y se encajaron tres goles. El resto han sido decepcionantes. Lo de Irán fue un pestiño 'king size' por mucho que las estadísticas hablen de un 78% de posesión española, de 18 remates frente a 7, de 772 pases frente a 212... La realidad es que este grupo no está siendo en junio el mismo que en marzo empató contra Alemania con una primera parte primorosa y, cuatro días después, le metió seis a Argentina.

Algo se ha perdido en estos dos meses. Al equipo se le nota menos en forma, como erosionado en algunas zonas sensibles. Iniesta ya sólo tiene fuelle para un tiempo, Busquets, Silva y Jordi Alba no pueden ocultar la carga de minutos que llevan encima, Carvajal acaba de reaparecer, De Gea no transmite seguridad... Por otro lado, tampoco parece haber un banquillo con futbolistas pegando porrazos en la puerta de la titularidad. Los cambios están teniendo hasta ahora un valor residual: dar descanso a Iniesta y Diego Costa, ya indiscutible con sus tres goles, y luego a un tercer jugador del centro del campo en función de cómo discurra el partido. Pero el once parece fijo y va a seguir siéndolo con una única variante: que Busquets juegue solo, es decir, como más le gusta hacerlo, o lo haga acompañado. En el primer caso, Hierro gana un hombre de banda, Lucas Vázquez o tal vez Asensio. En el segundo, juega Koke.

Lo sucedido hasta ahora, en fin, sirve para apuntalar una convicción general: al igual que muchos otros de sus grandes rivales, España necesita mejorar sus prestaciones si quiere lograr su segunda estrella. La clasificación para octavos la tiene casi sellada. Malo será que no empate con un Marruecos eliminado o que pierda por dos goles en Kaliningrado y eso le elimine en un supuesto empate a cuatro puntos con iraníes o portugueses. Para el resto de la singladura, sin embargo, se necesitará un equipo más sólido, de mayor empaque, que no transmita ni de lejos la sensación de fragilidad mostrada ante Irán tras el 1-0. Se trata de volver, o al menos acercarse, a la fortaleza interior de aquella selección española triunfal que enviaba a los rivales el mismo mensaje que recibían los que llegaban al infierno de Dante. «Perded toda esperanza los que entráis».

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